Sus pies pisando el húmedo suelo era lo de menos. Se había quitado los tacones, pues entorpecían su andar en el campo, y los lanzó, sin importar como aquellos calzados de diseñador se perdían entre la multitud. Poco le importaba lo mucho que se hundieran sus pies descalzos por el barro, necesitaba encontrarlos.
Los soldados a su alrededor estaban tan ocupados de salvar o quitar los cadáveres de sus compañeros tras aquella humillante y horrible victoria, que hacían caso omiso a aquella mujer bien vestida, pero con todas sus prendas sucias con sangre y tierra, que corría entre los cuerpos de los soldados. Sus sirvientas, aterrorizadas por la vista, ni siquiera se molestaron en ir tras ella, demasiado aterradas y asqueadas.
Ganaron la guerra, pero... ¿a qué costo? De todos los que fueron a esta, tan solo unos cuantos lograron sobrevivir, y aquellos que lo hicieron, sus traumas no los dejarían vivir tal y como lo hacían antes.
Por supuesto, el rey y la reina tenían que estar presentes. Tenían que, después de todo, eran los monarcas, y su deber era demostrar que estaban para su pueblo, y apoyarlos en todo, incluso si la reina era ignorante en lo relacionado a la batalla o defensa propia. Ella insistió en ir. No podía dejar que su único y amado hijo, y su querido esposo, fueran solos al campo de batalla. Debido a su nulo conocimiento, fue obligada a quedarse en el campamento, pero eso era mejor a estar esperando ansiosa y sola en el castillo.
Tal ves, hubiese sido mejor idea que ninguno fuese.
Un joven soldado ayudaba a uno de sus compañeros a levantarse. Después de tanta búsqueda, por fin había encontrado a otro con vida, hasta que la vista de aquella desesperada mujer le llamó la atención.
—¿Esa no es... la reina? —murmuró, y su compañero observó hacia donde se dirigía la mirada del contrario. Ambos abrieron sus ojos de par en par al reconocerla. Sí era la reina. ¿Qué hacía ella ahí?
La escena era, de alguna que otra manera, artística. Hermosa. Triste y aterradoramente hermosa.
No acostumbraba a correr, y ese estúpido corsé hacía las cosas peores, pero ya nada de aquello importaba en lo absoluto.
Tenía que encontrarlos.
Tenía que encontrarlos.
Una mal pisada causó que se caiga de rodillas, jadeando por el ejercicio.
Gruñó, cuando notó como la espada de uno de los soldados caídos se había enterrado en su vestido, evitando su movimiento. A pesar de es, agarró el arma, y con esta misma, cortó la falda de su vestido, para después enterrar la punta de la espada y, apoyándose en esta misma, se levantó, dejando caer el objeto nuevamente.
Oh, su esposo quedaría atónito al verla en ese estado. La regañaría. Aún así, ella quería que lo haga, porque eso significaría que todo eso era simplemente un sueño.
Sus ojos escaneaban cada cuerpo en el suelo, buscando aquellas dos caras tan conocidas y familiares para ella. Su amada familia, su mundo.
Maldecía su poca resistencia física, mientras continuaba forzando sus piernas a correr, el aire cada vez más escaso en sus pulmones.
Finalmente, su mirada se enfocó en lo que buscaba, y todo rastro de esperanza se desvaneció de su mirada. No conseguía respirar, sus piernas dolían, pero a pesar de eso, consiguió esquivar los obstáculos que se interponían entre ellos y ella. Una vez se encontraba ahí, cayó sobre sus rodillas, sus manos, tiritando, se elevaron para acariciar ambas caras tan parecidas y a la vez tan diferentes.
—No...—susurró, apoyando su oreja primero sobre el pecho de su esposo y luego de su hijo. Nada —. No...—Nada de eso era real. Pronto, abriría los ojos, y encontraría a su esposo a su lado, sonriéndole, y su hijo entraría en su habitación, para comentarle sobre algún nuevo avance positivo que ha tenido en alguna de sus clases —. Mi amor... Mi niño...
Era una cobarde. Quizás, solo quizás, si hubiese sido más fuerte, habría podido protegerlos.
Varios ojos se fijaron en la mujer, preocupados, mientras caminaban hacia ella.
—No, no... No no no no —repetía una y otra vez. Todo era un sueño, ¿verdad? Todo. Nada era real. Simplemente se lo estaba imaginando. Una simple pesadilla, nada más.
Pero ella no era tonta.
Ambos estaban abrazados, el padre sobre el hijo, en aquel pequeño cráter, como si una bomba hubiese caído sobre ellos, y el mayor se hubiese abalanzado sobre su progenitor para protegerlo de la explosión.
Por fin, tomó una bocanada de aire, solo para soltar un grito desgarrador, aferrándose del cuerpo de ambos hombres. Lloraba y gritaba desesperadamente, rogándole a Dios, al Universo, a quien sea que esté ahí, que los salve, que haga cualquier cosa, cualquiera, solo que no se los arrebate de sus brazos ni de su vida.
Los soldados observaron la trágica escena frente a ellos, apresurando sus pasos al caer en cuenta que tanto el rey como el príncipe heredero habían caído en batalla. ¿Qué harían ahora?
Intentaron quitarle los cuerpos de ella, ver si es que había la más mínima posibilidad de salvarlos, pero ella no se los permitió, arañando y golpeando cada mano que se acercaba. Ya se los habían quitado, no podían hacerlo dos veces.
Ella solo pensaba en que, si tuviese otra oportunidad, haría lo que sea para salvarlos. Todo, por ellos.