Por favor, no me olvides

Capítulo 3

El Verano pasaba como una ráfaga de viento. Adrián y yo nos juntábamos cada tarde para jugar.

Había comprendido que él era ciego y por lo tanto no podía verme. Siendo tan pequeña no podía entenderlo del todo. Mis ojos se convirtieron en los suyos.

—¿Qué es lo que ves? —preguntó. Era la misma pregunta casi todos los días, y a mí me emocionaba explicarle lo que se encontraba a nuestro al rededor.

Estábamos acostados en el césped de mi casa comiendo una manzana.

—Nubes —respondí.

—¿Cómo son? —Mi mente pensó rápidamente en una explicación lo suficientemente entendible para él.

—Mm —emití pensando—. ¿Has tocado los algodones de azúcar?

—Sí.

—Así son. —En mi joven mente los relacionaba con algodones de azúcar—. Sólo que las nubes están en lo alto del cielo, de ellas cae la lluvia.

—Quisiera tocar las nubes.

—Hay cosas que no se pueden tocar Adrián. —Me puse boca bajo para verlo—. Como el sol.

—Pero pueden sentirse—dijo él con orgullo—. Como el amor. Quizá el amor es como las nubes y el sol; no pueden tocarse, pero pueden sentirse.

—¿Y cómo podrían sentirse las nubes?

—Mmm. No lo sé. Cuando lo descubra te diré. —Sonrió tomando mi mano—. ¿Puedo preguntarte algo?

—Sí.

—¿Podría tocar tu cara? —La pregunta me tomó por sorpresa.

—Cla-claro.

Adrián se sentó y yo lo imité. Se acercó tanto que podía ver a detalle sus ojos. Acarició con sus pequeñas manos mi frente, éstas bajaron hacia mi nariz, palpó con ellas mis mejillas sonrojadas, luego mis ojos, mis cejas, y finalmente mis labios. Una sonrisa apareció en los suyos. Sonreí también.

—Tienes los ojos más bonitos que haya visto —susurré perdiéndome en el brillo de ellos—. Son como una galaxia.

El comentario le hizo reír provocando hoyuelos en sus mejillas.

Días después adopté la idea de ponerme una venda en los ojos en cada momento. De esa forma, comprendería más lo que sentía mi nuevo amigo. Apenas me levantaba hacía uso de ella hasta que me dormía.

Aprendí a apreciar más el sentido de la vista. Sin embargo, también aprendí a sacar mejor provecho a mis otros sentidos. A veces llovía, y el olor de la tierra húmeda llegaba a nuestras narices. Ambos amábamos el olor a lluvia.

Un día de esos, mientras cenaba con papá me atreví a preguntar:

—¿Cómo era mamá? —Papá carraspeo. El tema siempre le parecía difícil de abarcar.

—Ya te lo he dicho muchas veces Annie.

—¿Por qué nunca me llevas con su familia?

—Fuimos cuando tenías cinco años, no lo recuerdas —masculló dándole un sorbo a su café.

—¿Por qué no volvemos a ir?

—Annie, ya te lo he dicho. No tenemos nada a qué volver. Estamos bien así.

—Quiero conocerlos —dije como casi siempre solía decir. Papá nunca me llevaba a ver a la familia de mi madre, tampoco a la suya. No lo entendía—. Tampoco me llevas a ver la lápida de mamá... La extraño.

Mi padre suspiró con cansancio. Tomó mis manos y me miró fijamente.

—No lo entiendes. No quiero que podamos separarnos —habló viéndome con los ojos cristalinos. Sabía que hablaba con sinceridad, sin embargo yo no entendía a qué se refería.

—Nadie nos va a separar nunca.

Sonrió.

—¿Tú y yo contra el mundo? —dijo extendiéndome su meñique.

—Tú y yo contra el mundo, papá. —Extendí el mío entrelazándolo con el de mi padre.

                             ♦

Aquél verano aprendí a ponerme en los zapatos del otro, y aunque Adrián no lo sabía, yo hacía uso de la venda cada que nos encontrábamos juntos. Temía a contarle, puesto que no sabía cómo podría reaccionar.

Y así, las semanas fueron pasando, haciendo que mi amistad con mi nuevo amigo se hiciese cada vez más fuerte.

A veces íbamos juntos a jugar al parque que se encontraba atrás de mi casa, otras tantas nos quedábamos en el patio simplemente a platicar de lo bien que sabían los helados que vendían en el parque, o de lo desagradable que era la niña que se encontraba en éste todos los días.

No había ni un solo día en el que no estuviésemos juntos. Nos habíamos hecho muy cercanos en muy poco tiempo, y yo no tenía idea de lo tan unidos que nos volveríamos al pasar de éste.




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