Fue una mañana de agosto la primera vez que cruzaste la puerta del salón.
Aún éramos unos niños.
Tu pequeña cara ovalada reflejaba nerviosismo mientras tus manos apretaban furiosamente las correas de tu mochila.
Tu cabello estaba recogido en una coleta y el uniforme te quedaba grande.
Mis ojos no se podían despegar de ti. Los de nadie en realidad, todo el salón te miraba con atención.
Y por un momento me pregunté, ¿te conocía de alguna parte?
Me miraste sólo un segundo antes de repasar al resto de mis amigos sentados a mi alrededor, entonces regresaste tu vista a mí, más detenidamente.
Por alguna razón, tú también me reconocías.