Luego de que salí de la habitación sentí un gran vacío en mi interior. No lograba entender qué había pasado cuando estuve con mi madre. Sentí que no era yo, pero que al mismo tiempo sí lo era. Mis palabras expresaban desprecio por ella. No quería decirlas, no deseaba decirlas ni sentir aquel odio. No podía controlarlo. Mis hombros estaban calientes. Esto se debía al brazo de Malibú que se posaba en ellos. Lo observé con atención y recordé lo que había dicho: Hechizo que se desvaneció
vuelve al corazón
del que saliste por error. Entonces pregunté:
—Malibú, ¿A qué te referías con el hechizo que recitaste anteriormente?
Éste me miró con sorpresa y luego rió.
—Princesa, no se preocupe por eso ahora —contestó—. Iremos a ver a Edoccio y se sentirá mejor.
—Sí… eso creo…
Mi mente estaba en una especia de trance del que no me podía escapar. No razonaba con claridad. Usar toda mi capacidad para razonar sobre la situación era imposible, y veía tan poco que no distinguía entre líneas.
Edoccio, me recibió con el cariño habitual, y me invitó a sentarme en una silla cerca de la ventana. Su lugar de trabajo parecía revuelto por un par de lamols*[1] . Era tan desordenado que casi nunca atendía a sus pacientes allí, sino que iba hasta ellos y llevaba consigo el gran maletín donde guardaba todas sus pociones. Malibú le susurró algo al oído y éste solo asintió, luego vino hacia mí con una sonrisa y dijo con calma:
—Princesa, usted no tema. Yo la curaré.
Buscó a su alrededor y en la mesa vio dos líquidos —uno carmesí y otro color cielo—, los tomó y mezcló formando un color morado intenso. Esa escena me resultó familiar, en mi interior sentía que ya lo había vivido antes. Era una sensación que me hacía pensar que había viajado tiempo atrás y estaba viviendo eso de nuevo, pero no recordaba con exactitud. Cuando estuvo listo Edoccio me lo dio y dijo:
—Bébalo, por favor.
Lo miré a los ojos, esos ojos grandes y verdes que mantiene arrugados por su sonrisa. No lograba confiar en él. Sentí un calor crecer por mi nuca hasta el centro de mi cabeza y tuve una idea clara: no beberlo. Mis dedos se separaron y se doblaron alrededor del vaso. Lo miré con cautela. “¿Cómo escapar de ese momento?”, me pregunté. Acerqué el líquido a mis labios y Edoccio se volteó a hablar con Malibú. Entonces recordé un pequeño truco que mi abuelo me había enseñado cuando era niña: tocarse la nariz tres veces, con el dedo índice, imaginar ese objeto en algún lugar donde nadie lo encuentre jamás más que tú y decir en un susurro inaudible “Bello, bello, que solo aparezca en mi lecho”. El líquido desapareció y solo yo sabía dónde estaba. Edoccio, luego de intercambiar palabras con el hechicero, volvió a mí y me sonrió.
—¿Se encuentra mejor? —preguntó, mientras me pedía el frasco con la mano.
—Sí, mucho mejor —respondí, dándoselo—. Gracias.
—Le recomiendo que vaya a su alcoba a descansar hasta que lleguen los reyes ¿Quiere que le pida a un súbdito que la escolte?
Salí del cuarto y mi cabeza dio vueltas. Hacía mucho tiempo que no recordaba ese hechizo, no desde que Dionis comenzó a esconder los libros y mi abuelo se retiró. Sentí mi corazón palpitar y lo único que quise hacer fue salir de ahí. Tomé una capa, la cual hechicé con un hechizo de confusión: “Mi rostro no verá quien en mí sepa quién soy”. Así, nadie podría reconocerme. Y salí derecho al pueblo.
El polvo de la calle ensuciaba mi vestido y zapatos, todo estaba oscuro, sin ninguna luz prendida y, aún así, la gente se vestía con sus mejores ropas esperando a la visita de los reyes, no obstante, el ambiente no dejaba de reflejar la tristeza por el sueño de mi padre. Observé cada rincón: alguna mujer llorando o algún hombre con la vista en el suelo. De repente, un guardia real se bajó de su Calipto*[2], en medio de la plaza central, y anunció a toda voz:
—¡Habitantes de Tallis, enciendan las luces y muestren sonrisas, pues los reyes llegarán cuando el quinto sol se esconda!
Las ordenes se cumplieron al instante. A lo lejos, una pequeña cabaña, distanciada de las demás, solo se iluminó por una tenue luz. Fui llevada por la curiosidad de saber qué se podría esconder allí. En la puerta había un cartel que decía: “Si tienes problemas, la solución está tras la puerta”, una frase que en el mundo humano se solía usar con frecuencia. Pensé en la posibilidad de que alguien pudiera resolver el problema que yo tenía. Me sentí esperanzada de que alguien pudiera ayudarme.
Toqué y la puerta se abrió.
—Hola… —dije, entrando.