2 años después...
—Doctor Andersen—la doctora Karina me habla, así que alzo la vista para observarla—, el último paciente lo espera.
Asiento y me levanto de la silla para salir de la sala de reuniones e ir hasta el consultorio.
Esta vez, es un niño.
Entro a la sala y cierro la puerta. Saludo a la madre y al niño, quienes me devuelven el saludo alegremente.
—Dígame señora,—me siento en la silla y me acerco a la mesa, para apoyar mis codos—¿Que tiene el niño?
—Él...—traga saliva y baja la vista—tiene insuficiencia cardiaca.
—¿Cómo puede estar segura de eso?
Rebusca algo en su bolso y luego saca de adentro un papel blanco. Me lo tiende y agarro el papel, para observarlo.
—Efectivamente—digo, mientras leo el historial clínico—. Su hijo necesita un tratamiento con urgencia, de lo contrario, esto podría llegar a ser fatal.
—Ese es el problema doctor. Hemos ido a todos los hospitales públicos, pero no hay un solo cardiólogo capacitado para hacer el tratamiento, y no tengo dinero para pagar el tratamiento en un hospital privado—se ve afligida, y cansada—. Por eso recurro a usted.
He tratado casos como éste desde que llegué. Gente desesperada de escasos recursos que necesita con suma urgencia atención.
Lo mejor que tengo aquí desde que llegué, son estos pacientes, que me traen de nuevo a la vida. Que me hacen más humano, y que me han quitado el egoísmo.
He tratado con muchos adultos, muchos niños. Inclusive me ha tocado en más de una ocasión tratar a perros que tuvieron paro cardíaco.
El hospital Central es el más pequeño de toda la ciudad, pero es el que recibe más pacientes al día. Al menos desde que llegué.
Cuando me habían ofrecido trabajar aquí, pensé que sería una locura. Ya que prácticamente no recibiría paga del estado y tampoco podría cobrar consultas. Pero luego de mucho pensarlo, descubrí que era lo mejor que podría hacer. Si tengo la capacidad de poder ayudar a mucha gente que lo necesita ¿por qué no hacerlo?.
El dinero me sobra, así que lo que hago en este momento, es trabajar por amor.
Amor...
Salgo del consultorio luego de que la señora y el niño se despiden, no sin antes decirles que vengan la próxima semana, para iniciar con sus tratamientos. Verdaderamente el tratamiento cuesta un dineral, y se necesitan máquinas que difícilmente se encontrarán aquí, pero le dije que veré la manera de conseguirlo todo.
Obviando decirle que compraré las máquinas yo mismo, y que cubriré con todos los gastos.
Me hace bien ver que la gente no pierde la esperanza.
Me dirijo a la sala de reuniones nuevamente, donde la doctora Karina está sentada leyendo algunos historiales. Esta sala más que ser de reuniones, es un lugar donde venimos a descansar un momento.
—Buenas noches—saludo.
Ella alza la vista y me brinda una sonrisa amable.
—Buenas noches, doctor.
Ella es pediatra, una mujer que ama verdaderamente a los niños, así como a sus hijos. Me ha tocado varias veces ver a sus "bebés", como ella los llama, que tienen más de 10 años cada uno. Son niños muy alegres y juguetones que suelen venir a compartir con niños que se encuentran internados aquí. El marido de la doctora, según tengo entendido, es médico cirujano, pero no trabaja aquí, sino en un hospital privado.
Cuando llegué aquí, muchos colegas parecían no sentirse contentos con mi llegada, por lo que me costó bastante adaptarme. Excepto la doctora, quien me trataba con mucha amabilidad, y hoy día, puedo decir que somos buenos amigos. De todas formas su esposo me conoce, así que nadie podría decir que somos "algo más".
—¿Has tenido muchos pacientes?—me recuesto en la silla y pongo una mano sobre la mesa.
—Si, bastantes—suspira—. El día estuvo cargado de niños con gripa o alergias.
—Es raro, teniendo en cuenta que no hace frío.
—Asi es—asiente—, creo que ha de ser por el cambio de clima tan repentino de todos los días.
—Supongo—cierro mis ojos y echo la cabeza hacia atrás.
—Te ves muy cansado.
—Lo estoy—digo, aún con los ojos cerrados.
—Pero no solo hoy. Te veo cansado todos los días, como si no durmieras por las noches.
Abro los ojos y enderezo la cabeza para observarla.
—Tienes razón. Creo que desde que llegué a este país, no puedo dormir.
—¿Es por ella?—pregunta.
Una vez, cuando ya sentía un grado de confianza por ella, le conté sobre Paula. Ese día me había visto más cabizbajo de lo normal, y no tuvo de otra que preguntarme que pasaba realmente, ya que iban días que me encontraba así.
Fue antes de Navidad.
Me pesaba la consciencia al recordar a Paula, y en lo bien que estuvimos en esa Navidad, y en cómo la dejé días después.
—Paula me ha hecho creer en el amor—suspiro—. Gracias a ella puedo decir que trato con amor a mis pacientes. Pero no puedo demostrarle a ella que he cambiado realmente, que soy un hombre mejor. Y todo eso me carcome.
—Han pasado dos años, Ethan—suelta las hojas y apoya sus brazos sobre la mesa—. Tú decidiste dejarla, creo que es momento de que aceptes que si ya no estás con ella, fue porque tú así lo decidiste. Debes cambiar de página.
—Créeme que lo sé. Pero por más que lo intento, ella sigue en mi mente, todos los jodidos días. Hasta cuando veo los árboles no puedo evitar recordarla.
—Ella está en Holanda, Ethan—me recuerda—. Tú estás aquí, la gente te necesita. Debes olvidarla de una vez.
—Esto es frustrante—bufo—. De ser un hombre al que le importaba todo una mierda, pasé a ser un hombre vulnerable que no deja de pensar en una mujer.
—Ella te enseñó a amar, pero no supiste valorarlo—se encoje de hombros—. Tú decides, o sigues te sigues lamentando sin sentido, o decides olvidarla de una buena vez.
—Supongo que no me queda de otra.
Editado: 17.03.2021