Luego de que Gabriela aceptara viajar con él, Óscar organizó todo el viaje. Con ayuda de su amigo detective, quien se encargó de los trámites engorrosos, para lograr la salida de la niña de su país de origen.
Ahora solo quedaba ultimar los detalles pertinentes al equipaje, que tanto la pequeña como su madre, llevarían. No era nada fácil empacar parte de tu vida en un par de maletas. Verónica se negaba a dejar sus juguetes, en especial a sus princesas. Tras conversar con ella, la hizo entrar en razón, prometiéndole que estando en España, le compraría juguetes nuevos. En cuanto a su equipaje, no tenía mucho que hacer, ya que después de desistir a alojarse su habitación de hotel y aceptar quedarse en el pequeño departamento de Gabriela para pasar tiempo con su pequeña y así conocerla mejor, nunca llego a desarmarlo, manteniendo sus pertenecías en su maleta.
En ese poco tiempo, la conexión que había conseguido con la cría era fantástica. Sin duda no se arrepentía de haberse quedado en ese pequeño lugar. Aunque seguía sin conocer muchas cosas de ella, sentía que iba por muy buen camino. La niña era muy receptiva y lo trataba como si hubiese estado siempre a su lado.
Mientras más la conocía, más se adueñaba de su corazón. La niña adoraba el color rosa, como toda princesa, pero si le preguntaban por su color favorito, decía que todos los del arcoíris. Y así como el arcoíris, era ella, vibrante, segura de sí, extrovertida y conversadora, a pesar de presentar una dislalia selectiva, en su caso con el fonema “r”, es decir, que presentaba incapacidad para pronunciar de manera correcta sonidos asociados con esa consonante en particular.
También poseía un gran sentido del humor, algo en lo que se parecía mucho a él y eso le encantaba. Las princesas eran su pasión y los dulces su debilidad. Todas sus muñecas tenían nombres de dibujos animados, y desde que, en una de sus salidas a pasear le obsequió un osito de peluche, de color café, al que llamó Pardo, como el de la serie Los osos escandalosos, no podía dormir, sino era abrazada a él. La banana era su fruta favorita y pedía comerla todos los días, en cuanto los vegetales, a pesar de no ser santo de su devoción, los comía siempre y cuando le prometieran algún dulce como postre. En fin, la sentía tan de él, como nunca había sentido nada en su vida.
Nunca imaginó tener una hija, no porque no planeaba tener descendencia, como alguna vez lo consideró su amigo Álvaro, sino que nunca había tomado en serio a una mujer para ese papel, o mejor dicho, lo había hecho, pero se le adelantaron. Siempre vio a su Caperucita como la madre de sus hijos, por eso, cuando se enteró que estaba embarazada se llenó de desilusión y se reprochó su cobardía. Nada de eso habría pasado si hubiese tenido el valor de enfrentarse al mundo entero con tal de tenerla.
Afortunadamente aquello había quedado en el pasado y ahora estaban juntos, dándose la oportunidad que tanto merecían y aunque el tema de tener hijos, aun no lo habían tocado, primero debían formalizar su relación, le hacía mucha ilusión el formar una familia con ella. Y ahora que tenía a Verónica, más le ilusionaba tener hijos con Daniela. De solo imaginar un mini o una mini gruñona, se le erizaba la piel.
Veía a su hija revolotear por el lugar de un lado a otro, mientras su madre y Marcela preparaban el equipaje, y verla así se feliz lo hacía darse cuenta que le encantaba eso de la paternidad y aunque le hubiese gustado que toda esa situación fuese diferente, no se arrepentía de tener a esa dulce princesita en su vida.
—Voy por una bebida a la cocina —comentó— .¿Quieren algo?
—No —respondieron las tres al unísono, concentradas en lo que estaban haciendo.
Se alejó de dónde estaban las mujeres y la niña y fue por la bebida. Estaba ansioso. El saber que faltaban pocas horas para regresar a Valencia y volver a encontrarse con Daniela lo emocionaba y a su vez lo abrumaba. No sabía cómo iba a afrontar todo aquello, sentía un fuerte dolor en la boca del estómago, y eso no era más que el reflejo del miedo que tenía, miedo de perder a su Caperucita. Cada vez que leía sus mensajes y sentía el enojo en cada una de sus palabras, sufría. Sufría por ella, por hacerla pasar ese mal momento, por ser causante de su dolor.
Tomando asiento en la pequeña isla de la cocina, pensó en su chica, y en cómo haría para solucionar todo a su llegada. Anhelaba tanto tenerla entre sus brazos. Esperaba no se negara a escucharlo, les había costado tanto estar juntos, que no permitiría que nada se interpusiera nuevamente entre ellos.
—¿Te encuentras bien?
Irrumpió en la cocina la madre de su hija.
—Sí, todo bien —mintió dándole una sonrisa—. Ultimando detalles del viaje. ¿Ya terminaron de empacar? —preguntó con interés.
—Ya falta poco —suspiró— solo que Vero insiste en llevarse todas sus muñecas. Sigue sin entender que no es posible. Ni porque le dijiste que le comprarías nuevas.
Óscar sonrió. Vaya que era terca su hija. Ya había notado que no estaba convencida del todo cuando le prometió juguetes nuevos.
—Yo me ocupo de eso. Le haremos llegar todas sus cosas, no perderá nada.
—Gracias —dijo la mujer.
—No te preocupes —aseguró—. Quiero que esté cambio sea lo menos traumático para ella.
—No, es solo por eso —negó apenada—. Te doy las gracias por todo. Por hacerte cargo de la niña y por ayudarme.
Editado: 19.08.2021