Por siempre (un cuento oscuro, #0.3)

2

Rhys inhaló el aire del mundo mortal y cerró los ojos, dejando que todo girase a su alrededor durante unos instantes.

Aquel lugar era tan diferente de su hogar… Sin importar la época del año en que lo visitase, la esencia le recordaba a una arboleda en otoño, húmeda, fría, con charcos embarrados bordeados de escarcha blanquecina y  adornada  de montones de hojas muertas. El mundo de los mortales olía como las hojas descomponiéndose, penetrante y dulzón. A Rhys le gustaba la sensación que le producía. La mayoría de inmortales odiaba sentir cómo aquel lugar les consumía su poder, su magia, cómo iba agotándolos poco a poco, drenándolos y dejándolos con la mente embotada y espesa. A él le recordaba a la sensación que le dejaba en el cuerpo una sesión intensa de entrenamiento con la legión; exhausto, ligeramente adormecido y el cuerpo adolorido en algunos lugares, pero relajado.

Descendió la ladera de Beinn Nibheis dejando que el glamour que cubría su cuerpo de manera natural cuando se encontraba en aquel lugar se disipase para reducir la velocidad con la que sus fuerzas abandonaban su cuerpo, aunque eso lo dejase a la vista de los mortales. Pero eso no le preocupaba demasiado. Los humanos no solían acercarse a aquel lugar por miedo a lo que pudieran encontrarse. Las únicas mujeres mortales que se atreverían a merodear por allí podrían verlo incluso con el glamour puesto.

Su fino oído feérico capó los validos de un rebaño de ovejas, acompañados del tintineo de sus campanas. Un silbido siguió al ruido de los animales. Bueno, siempre había algún idiota que decidía que era más listo que las antiguas advertencias.

Hizo una mueca burlona y continuó bajando, con cuidado de no resbalar por el pedregoso camino. Le atraía aquel mundo, pero no los humanos, o por lo menos no de la misma manera que a sus congéneres. Nunca había sentido la necesidad de hacerlos sufrir, de acostarse con una mortal, enamorarla, y después dejarla con el corazón roto, sin cordura y totalmente deshecha de por vida. Nunca se había sentido atraído por la idea de dejar a nadie hecho un cascarón de lo que había sido. Él no querría que le hicieran aquello.

No entendía el por qué de jugar de aquella manera cruel y despiadada con aquellas criaturas mortales, y en su propio mundo además. Los consideraba inferiores a los feéricos, sí, más débiles y desprotegidos, con una preocupante falta de noción del peligro, pues parecían disfrutar exponiéndose a amenazas que en el fondo sabían que no podían afrontar y salir indemnes… pero no por ello se merecían aquel trato por parte de los inmortales.

Rhys trotó hacia el noroeste de la montaña que conectaba los dos mundos, hacia el loch cerca del cual había colocado la última trampa. Si todo acontecía como las anteriores ocasiones, lo más probable es que la encontrase vacía y rota una manera que un selkie no habría podido provocar.

 Aquellos seres eran engañosos, sobre todo para los humanos. Tenían apariencia de persona cuando salían del agua, podían hablar y moverse como una, engatusar y mentir; esa era su estrategia de caza.

Hacía siglos que había quedado obsoleta para capturar feéricos desprevenidos, enfocada a sobretodo fae y sidhe, porque era a los que más se asemejaban cuando cambiaban su suave pelaje animal por la piel desnuda fuera del agua. Habían dejado de habitar los brazos de mar que lamían las tierras de frías de Elter y se habían trasladado al mundo mortal, donde tenían una cantidad de presas desprevenidas e ingenuas mucho mayor, sin importarles que el ambiente mermase su energía. Pero eran feéricos menores, su olor los delataba. Su verdadera apariencia no era la de persona de una belleza imposible, sino la del animal de cuerpo alargado y ligeramente rechoncho, con aletas peludas coronadas por uñas negras, afiladas como el ónice pulido. Su verdadera apariencia de predador pasaba desapercibida hasta que era demasiado tardo. Sus bocas podían abrirse desproporcionadamente y de manera inesperada, con tres filas de dientes. En tierra  eran criaturas extremadamente bellas, aunque algo torpes caminando. En el agua, eran depredadores rápidos e implacables.

Debido a su práctica inexistencia en Elter, su piel era una joya de gran valor. Podían conseguirse prendas de gran calidad con aquel pelaje tupido que guardaba de manera eficiente el calor, y algunos ejemplares tenían unos patrones de color verdaderamente hermosos. Rhys se ganaba una considerable cantidad de dinero cazándolos y luego vendiendo las pieles que conseguía.

No todo el mundo servía para cazar selkies. Aun siendo feéricos menores, eran tremendamente inteligentes y feroces. Rhys sabía que si lo arrastraban al agua, estaba perdido. O casi. La única vez que eso había sucedido, había estado a punto de no contarlo. Una de las uñas del selkie que había estado a punto de matarlo colgaba ahora de su cuello, sostenido por una cadena de cobre. No acostumbraba a quedarse recuerdos de sus cacerías, pero con aquel selkie había considerado que era apropiado hacer una excepción. Puede que con quien le estuviera saboteando las trampas también.

Rhys escuchó las voces alteradas antes incluso de percibir su poder afrutado, con un toque cítrico. Pixies. ¿Eran esos cabronazos alados quienes le habían estado fastidiando el negocio?

Se acercó con sigilo a la escena que se desarrollaba al lado de la trampa, que consistía en una red de malla metálica que originalmente contenía un cebo vivo que ahora, por supuesto, había desaparecido. Los selkies no comían carroña; les atraían los seres vivos moribundos que derramaban sangre y lágrimas sobre las aguas en las que vivían. Ahora, el que protestaba lastimeramente dentro de la red, colgando de una rama baja del árbol en el que Rhys la había colocado, era el predador inmortal. Desde su posición, Rhys pudo ver sus ojos completamente negros y sus dientes como navajas royendo las cuerdas metálicas, deseando tener entre sus dientes a una de aquellas hadas aladas que discutían a su lado.



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En el texto hay: magia, faes, romance +18

Editado: 25.02.2022

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