Podría decirse que Eithne hizo el camino de vuelta a casa de espaldas. Apenas daba tres pasos antes de girarse sobre sus talones y buscar al fae frenéticamente con la mirada. Esperaba encontrárselo en cualquier momento detrás de ella, con sus ojos de color azul oscuro brillando de diversión y luciendo aquella sonrisa socarrona, astuta. De depredador jugando con la cena. Porque eso era lo que había estado haciendo, jugar con ella. No podía haber otra explicación. ¿Por qué la habría dejado marchar si no?
Quería que la llevase hasta donde vivía, mostrándole el camino a su campamento para volver con más de los suyos y atacarlas… Que estúpida había sido en dejarlo con vida. O por no haber luchado contra él hasta el final, hasta que la matase. Habría sido mejor que tener que estar dando vueltas y más vueltas, recorriendo caminos intrincados para evitar que la siguiera.
El cielo no tardó en salpicarse de puntos plateados. El azul claro pasó al naranja vivo, al púrpura y por último, adquirió un tono azul cobalto profundo que hacia resaltar las estrellas, en aquella noche sin nubes. El cielo antes de que la noche cayese por completo tenía el color de los ojos de aquel fae, pensó fugazmente la joven cazadora. Eithne apartó esa idea con un reproche silencioso.
No era la primera vez que se encaraba a uno de aquellos feéricos mayores, pero nunca lo había hecho estando sola. De haber sabido que las trampas para los selkies las estaba poniendo un fae, no se habría acercado a ellas.
El viento helado le lamió la piel de la cara y la mano le palpitó con fuerza. No podía seguir dando vueltas por bosque de noche, sangrando, haciendo de cebo móvil para todo lo que habitaba allí, mortal e inmortal. Sola. Sin armas adecuadas y sin el traje de lucha. Pero si volvía… Maldijo en voz baja. Era una cobarde. Una maldita cobarde.
Una vergüenza para el clan del Espino Negro.
Cuando la muralla de estacas de serbal se alzó ante su vista sintió miedo y alivio a partes iguales. Echó un último vistazo a su alrededor antes de avanzar hacia ella, observando con cuidado cada sombra entre los árboles, escuchando con atención cada murmullo. Analizó cada olor y cada sensación, esperando sentir el hormigueo en su nariz, las ganas de estornudar, la urgencia por matar. Pero nada de eso llegó.
Caminó rápido hacia la entrada, sintiendo las miradas de las cazadoras que esa noche hacían de centinelas. El aire onduló a su alrededor y se calentó. Las salvaguardas reconocieron su sangre, su herencia sealgair, y le permitieron el paso. Al otro lado, estuvo a punto de chocarse con una de sus compañeras.
─Empezamos a pensar que no volverías. Apestas a feérico ─dijo arrugando la nariz.
─Un fae ─dijo Eithne levantando la mano herida.
La sealgair puso los ojos en blanco y la tomó del brazo sano. Eithne hizo una mueca. La palpitación de su mano se había extendido por su cuerpo, reverberando en su cabeza, pero no protestó. Se dejó llevar hasta su tía Nuala, la Nighean Stiùiridh, la hija líder de su clan y de la aldea desde que Eithne era una niña.
Las compañeras con las que se cruzaron arrugaron el ceño al percibir el olor del feérico mayor y de la sangre. Buscaron en Eithne alguna prueba de que había terminado con su vida. Cuando no la encontraron, su gesto se hizo más profundo.
Para la joven cazadora, aquel paseo por su aldea hasta llegar a una construcción más grande que el resto, redondeada y con el tejado hecho de losas de pizarra negra en lugar de fardos de paja. El interior se componía de una única estancia con un fuerte olor a serbal de cazadores y a nébeda. En aquel lugar no había armas a la vista, pero era allí donde las sealgair planeaban muchos de sus ataques y dónde tomaban la mayoría de las decisiones importantes después de que estas fueran discutidas por las cazadoras más veteranas de la aldea.
En ese momento, su tía se encontraba reunida con tres mujeres que Eithne no reconoció. Las líderes de otros clanes cercanos, supuso.
La mirada de Nuala voló hasta su sobrina con rapidez. La escaneó de arriba abajo con sus ojos oscuros y afilados, deteniéndose en la mano herida y manchada de sangre seca.
─Lo mataste.
No había sonado como una pregunta, sino como una afirmación. Su tía quería pensar que lo había hecho, que Eithne habría matado a un feérico mayor ella sola, o que si no, no estaría allí. Porque era lo que debería haber ocurrido. Una muerte. La de un inmortal o la de una mortal, pero una muerte. Eithne tenía la sensación de que su tía pensaba que diciendo las cosas de aquella manera se harían realidad.
La joven cazadora negó con la cabeza.
─Se escapó. Luché contra él. Lo herí, pero se escapó ─respondió, mirando el lunar que tenía su tía al lado de la boca. Cualquier lugar menos sus ojos eran una buena opción.
No soportaba el fuego negro que irradiaban cuando las cosas se torcían, cuando no salían como ella quería. Cuando Eithne fallaba.
Había aprendido a no mirar a Naula a los ojos nunca, ni siquiera cuando ella no la estaba mirando. Si tenía que centrarse en algún punto de su cara, era en su lunar, gemelo al que tenía la propia Eithne, la madre de esta y su hermana pequeña. Eithne había aprendido a descifrar todo lo que su tía no decía simplemente con mirar cómo se movía aquel punto de pigmentación; todas sus sonrisas, las displicentes, las tensas, las aprobatorias, y las que escondían segundos significados.