Rhys retrasó un par de días más de lo planeado su vuelta a Elter. Se sentía mareado y a punto de desfallecer cuando lo hizo. El lazo que lo unía a su mundo y que tiraba de su pecho con insistencia cuando pasaba demasiado tiempo alejado de él estaba a punto de ahogarlo, pero Rhys había sentido otra necesidad casi igual de apremiante para quedarse en el reino mortal un poco más. La conocer a aquella extraña guerrera con sangre feérica, Eithne. Espinita.
Una pequeña sonrisa tironeaba de las comisuras de sus labios cuando pensaba en ese apelativo. El nombre del clan al que pertenecía le sentaba bien a su personalidad. Sin embargo, a veces tenía la sensación de que la cazadora no era una simple espina afilada y molesta, sino un zarzal entero. Lo que más lo intrigaba era descubrir si esas púas estaban proyectadas solo hacia afuera, hacia cualquiera que se acercase demasiado a ella, o si también las había colocado a su alrededor. Apuntándola a ella.
Rhys se mordió el labio, tratando de no distraerse con su recuerdo. Ahora que su cuerpo había recuperado parte de su fuerza, caminaba por Tierra de Nadie, un lugar en el que ni siquiera un feérico mayor que había sido entrenado desde su nacimiento para la lucha podía distraerse. Sentía las miradas que le lanzaban los inmortales que no le debían pleitesía a ningún Hijo Predilecto sobre su cuerpo, observándolo desde los árboles, desde la maleza, desde los agujeros de los troncos. Podía notar como tanteaban su poder, sopesando si se encontraría lo suficientemente cansado como para poder atacarlo y quitarle las pieles que llevaba consigo. La suya incluida.
Rhys no era un desconocido para los feéricos salvajes. Había comenzado a dejarse caer por la tierra sin dueño mucho tiempo atrás, cuando todavía era un niño al que le quedaba mucho por aprender, movido por la curiosidad. Por el anhelo casi enloquecedor de saber qué había más allá de Llanrhidian y de lo que conocía. La necesidad de descubrir si había algo más en aquel mundo mágico que no fuera la violencia y el que parecía el inevitable destino de morir en un campo de batalla defendiendo unas ideas por las cuales nadie le había pedido opinión. Ahora, también lo conocían por ser el hijo que había renegado de la sangre que corría por sus venas.
El joven fae sintió una punzada en su interior, pero la aplacó con la misma rapidez que con la que había aparecido. Estaba acostumbrado a aquella espina clavada hacía mucho tiempo atrás, y ya sabía cómo lidiar con ella. O eso pensaba.
Cruzó la Tierra de Nadie sin contratiempos. Cuando llegó a la Casa de la Sombra y la Niebla, su poder y sus colinas lamidas por una bruma vaporosa le dieron la bienvenida. La única que señal que indicaba cuándo se había llegado al territorio gobernando por uno de los hijos favoritos de Padre y Madre era el cambio en la esencia que envolvía el lugar.
La Casa de la Sombra y la Niebla sabía a una mezcla de entre día y noche; al rocío de las primeras horas de la mañana y a la humedad del comienzo de la penumbra. Rhys no sabía explicarlo de otra manera. Nunca se le habían dado bien las comparaciones; lo suyo, curiosamente, era el arte de separar la piel de la carne, dejando expuesto lo que había debajo. Un trabajo mecánico que no requería pensar demasiado, ideal para él. No porque no se le diera bien cavilar, sino porque a veces lo hacía con demasiada intensidad.
Cuando llegó a Llanrihian, el cielo comenzaba a teñirse con las tonalidades de la miel y la sangre. Dejó las pieles en uno de los pequeños alojamientos que había a las afueras de la ciudad principal de la región, Irea, en el que no pasaba más tiempo del necesario, y se dirigió a uno de sus lugares favoritos. Un lugar en el que sabía que estaría solo, pues las últimas horas del día lo volvían especialmente frío y ventoso. Así fue como lo recibieron los acantilados recortados en piedra negra y el mar que los esculpía; con aire gélido a pesar de que la primavera se acercaba, aguijoneándole la piel como las espinas de una zarza.
Bajó por la pared escarpada con cuidado, después de contemplar la inmensidad teñida de los colores del atardecer. Rhys se acomodó en un saliente, con la espalda apoyada contra la piedra oscura, una pierna doblada y otra colgando del borde. Se quedó allí, dejando que el sonido del mar a sus pies lo arrullase, que calmase lo que llevaba revolviéndose en su interior desde que las palabras de la oferta habían salido de su boca. El chapoteo del agua le ayudó a ordenar sus pensamientos, pero no a comprenderlos del todo.
No terminaba de entender por qué las palabras de la joven cazadora lo habían molestado tanto. No cuando lo que había dicho era cierto, por lo menos para la mayoría de los feéricos. Rhys no iba a decir que Eithne estuviera equivocada al decir que los inmortales usaban el mundo de arriba como una especie de patio de recreo macabro en el que desatarse y dejarse llevar por sus instintos más primitivos con unos seres que sabían que no tenían nada que hacer contra ellos. Pero no todos era así; él no era así. Y le molestaba que ella hiciese aquellas generalizaciones basándose solo en lo que le habían enseñado y en lo poco que había conocido. Que además defendiese a los humanos de la manera en la que lo hacía, como si fuesen seres completamente indefensos e ingenuos que en ocasiones no se buscasen los problemas en los que se metían… como si fuesen seres plenamente inocentes.
Dejó escapar un resoplido molesto, arrancando un brote de hierba que había a su lado. Por alguna razón que desconocía y que tampoco terminaba de importarle demasiado, estaba dispuesto a hacer que la espinita cambiase de opinión. Puede que lo que le habían trasmitido sus palabras hubiera provocado aquel acto tan temerario por su parte. Citarse a solas con una cazadora de feéricos… No era de los que buscaban la muerte de forma activa, pero tampoco era de los dudaban ante un buen desafío.