Ese fue el comienzo de más confesiones a medias que fueron haciéndose mutuamente con el paso de los días. Rhys fue quien más se lanzó.
Le contó cómo había empezado a adentrarse en el mundo mortal, al principio por simple curiosidad y cómo luego había acabado siendo su medio de vida. Le habló de la única guerra en la que había peleado y que para él había sido suficiente para el resto de su vida, un año antes de haberse enfrentado a la Turas Mara. Compartió con ella el descubrimiento de cómo la caza le podía ayudar como sustitutivo de aquella violencia, paliando sus anhelos interiores de lucha y acción desenfrenada. También le contó cosas más ligeras, como algunas tradiciones de los danann.
Eithne era cautelosa con lo que compartía. Le confesó que su madre había muerto siendo muy joven, pero no le dijo nada de que tuviese una hermana pequeña. Dejó entrever lo duro que había sido para ella perderla porque, aunque también se había mostrado decepcionada con aquel lamentable error del pasado que seguía sin contarle, su madre no la había mirado como otras había hecho. Le habló también de algunas costumbres sin demasiada importancia y, sin darse cuenta, le contó sobre la existencia del flùr le fuil. Rhys sabía que las sealgair tenían un ritual de iniciación, como buen pueblo guerrero que eran y podía imaginarse en qué consistiría, pero la dejó hablar igualmente.
─ ¿Qué fue lo que mataste tú? ─le preguntó después de que ella le narrase los pormenores del florecer de sangre de las cazadoras.
─Un kelpie.
Rhys silbó por lo bajo.
─Son muy difíciles de matar ─reconoció─. Conozco guerreros experimentos que se lo pensarían más de dos veces antes de molestar a una de esas criaturas. Yo incluido.
Un kelpie no era ninguna broma. Esos seres endemoniados con aspecto de caballo enorme de un color verde tan oscuro que parecía negro y la boca con dos hileras de dientes afilados del tamaño de un dedo índice no entraban dentro del calificativo de feéricos mayores, pero Eithne siempre había pensado que deberían hacerlo. Eran condenadamente listos y despiadados, casi imposibles de matar en el agua, su medio natural.
─Tu familia debió de sentirse muy orgullosa cuando te iniciaste con una muerte así ─prosiguió Rhys cuando ella se quedó callada.
Eithne podía que su mirada de color cobalto no perdía detalle, aunque ella estuviera con la atención puesta en la manzana a medio comer que tenía en su mano libre. Cuando hablaban, Rhys solía guardar la espada, pero ella no se sentía preparada para hacer eso todavía. Eithne sopesó su respuesta con cautela.
─Se sorprendieron mucho ─se limitó a decir antes de dar otro mordisco.
Miró el loch de aguas grisáceas mientras se perdía en sus recuerdos. No había ido al río en el que sabía que habitaba aquel kelpie con la oreja derecha cortada con intención de matarlo. Había ido allí más bien con la idea contraria, esperando que fuese aquel ser el que acabase con ella. Por aquel entonces, Eithne desconocía lo potente que llegaba a ser el instinto de supervivencia cuando alguien era empujado al límite.
Cuando llegó al campamento después de haberse arrastrado penosamente hasta él, muerta de frío, empapada hasta la médula, dolorida hasta en los lugares más insospechados y con una dentellada en el brazo que le había dejado una marca permanente, las miradas de perplejidad le resultaron reconfortantes. El bálsamo que su corazón había necesitado los días que siguieron a su fiasco inicial. Sobre todo, la mirada de estupefacción de Nuala cuando vio que portaba con ella el corazón todavía caliente de la criatura, junto con la cabeza de aspecto equino. Una primera muerte espectacular, sí.
Pero no era un fae, pensó ella.
Poco después de esa conversación, Eithne comenzó a dejar a la yegua atada cerca de donde ellos entrenaban y hablaban. Rhys no iba a hacerle daño, Eithne estaba segura, y le daba más seguridad tenerla a la vista que dejarla vagando por el bosque hasta el anochecer.
La primera vez que Eithne hizo eso, Rhys se acercó con cautela a Ròsan mientras descansaban. La yegua olisqueó la mano que él extendió hacia ella, con las orejas erguidas, curiosa. No se acercó más al fae, pero tampoco se alejó de él. Eithne los miraba sentada en el suelo, comiendo de nuevo una manzana, sin la chaqueta negra que componía su traje de combate. Los días iban haciéndose poco a poco más cálidos y la ropa empezaba a sobrarles después de pelear.
Rhys también se había quitado la suya y se había arremangado la túnica humedecida de sudor que llevaba debajo, marcando los músculos que había bajo su piel. Músculos duros, estilizados y elegantes, no especialmente abultados; el cuerpo de un guerrero. Su brazo izquierdo, aquel con el que imprimía más fuerza al pelear, tenía el mismo diseño de llamas y astros nocturnos que las armas que portaba.
─ ¿Sabes montar? ─le preguntó contemplando la interacción entre la yegua y el inmortal.
Rhys negó con la cabeza.
─En Elter los caballos no son especialmente comunes. No los hay de manera natural, y nadie los usa para pelear en el campo de batalla, ni tampoco para labores del campo. Algunos aun los tiene como animal de recreo, pero son pocos. Los ven demasiado humanos, por decirlo de alguna manera.
Un eufemismo para decir que los consideraban animales demasiado débiles como para ser merecedores de la atención de los inmortales.