El cielo llevaba largo rato teñido de negro y salpicado de estrellas cuando Eithne le preguntó a Rhys si le gustaría ir a dar un paseo con ella, a caballo. Deseaba salir a la noche, sentir el aire fresco sobre ella, despejándole la cabeza. Rhys se mostró sorprendido ante su oferta, pero no dudó en aceptarla.
Ròsan había comenzado a quedarse en el interior de la gruta mientras ellos estaban en ella. Se quedaba en la entrada, pastando tranquilamente los musgos y las hierbas que allí crecían, donde la luz del sol permitía su existencia. La yegua se había acostumbrado al fae y toleraba su presencia sin alterarse, dejando que la acariciase mientras comía alegremente una de las manzanas que Eithne llevaba siempre en la alforja. Cuando montaron sobre ella, Rhys detrás de Eithne, rodeándole la cintura con ambas manos, el animal trotó alegremente con ambos a su grupa.
Las tierras altas eran preciosas de día, los tonos verdes, marrones y grises luciéndose en todo su esplendor. Pero de noche, cuando todo se cubría con el manto de la oscuridad, aquel lugar era mágico. Y no solo por la presencia de seres inmortales venidos de otro mundo. El halo de misterio que rodeaba a las colinas, los claros y las agrupaciones de árboles fascinaba a Eithne, aunque ella apenas había estado un par de veces fuera de la muralla de serbal que protegía su poblado cuando el sol caía. La noche era el momento de mayor actividad de los feéricos. Nadie sabía con certeza a que se debía; puede que el cielo oscuro los incitase a ser más salvajes y cometer sus fechorías con más descaro. Puede que se tratase de la influencia de la luna y que tuviera en ellos un efecto similar al de las mareas.
Cabalgaron casi en silencio, atentos a lo que pudieran encontrarse acechando entre las ramas de los árboles o entre la maleza. Eithne no estaba demasiado preocupada por encontrarse a alguna de las suyas; las sealgair rara vez salían de noche, y no solían alejarse demasiado de sus poblados entonces. Eithne no conocía la existencia de ninguno en esa zona, situada considerablemente al norte de la montaña que separaba el mundo de arriba y el de abajo. Rhys nunca había llegado tampoco tan al norte, internándose tanto en las tierras altas. Cuanto más se alejaba de la brecha que unía el mundo mortal con Elter, algo dentro de él se removía y se debilitaba. Ahora, con los brazos alrededor de Eithne y la barbilla apoyada en su coronilla, sentía ese lazo molesto dentro de él urgiéndole a dar vuelta, a no separarse tanto de su mundo, tirando y apretando sus pulmones y su corazón con insistencia. Pero a Rhys no le importaba, o por lo menos no lo suficiente.
El calor del cuerpo de la cazadora contra el suyo aliviaba cualquier molestia que pudiera sentir. Incluso su poder, aquel atisbo de su herencia inmortal, lo reconfortaban. Seguía provocando un hormigueo que se extendía por todo su cuerpo, pero ahora no le resultaba desagradable como antes. Lo instaba a moverse, a pasar a la acción… pero no aquella con la que había comenzado su relación.
Ahora, cada vez que ese cosquilleo aparecía, lo que deseaba, lo que necesitaba, era acercarse a ella todo lo que podía. Y eso implicaba desnudarla. En todos los sentidos.
Eithne había aprendido a dejarse hacer. Le había costaba, a veces vacilaba, pero por lo menos, lo intentaba. Le dejaba tocarla, acariciarla. Apenas notaba el filo punzante de sus espinas cuando se acercaba demasiado. Porque Eithne apenas las usaba contra él.
Para Rhys, todo eso merecía algún que otro desagradable tirón dentro de su pecho.
Se inclinó un poco hacia delante y aspiró el olor de Eithne, la nébeda y la manzana entremezcladas en su pelo, prendido ahora en su ropa, en sus dedos. Eithne echó la cabeza hacia atrás para mirarlo, con una sonrisa en los labios. Rhys vio las estrellas reflejadas en sus ojos.
─No está mal salir un poco de la gruta de vez en cuando, ¿no?
─ ¿Qué tiene de malo la gruta?
─Nada. Le tengo cariño ─dijo ella con picardía─. Pero esto también es agradable, ¿no crees? Dar una vuelta y ver un poco de mundo…
Juntos. Dar un paseo a caballo juntos, admirar lo que les rodeaba, aunque fuese bajo la luz plateada de la luna y la oscuridad de la noche tiñéndolo todo de sombras. Moviéndose entre ellas, tratando de ser invisibles. Las ramas de los árboles sobre sus cabezas los cubrían parcialmente de las estrellas, que parecían pequeños agujeros recortados en el manto oscuro del cielo, a través de los que cualquiera podría observarles.
─ ¿Te apetece cambiar de aires, espinita?─dijo él, los labios pegados ahora a su cuello, respirando sobre él. Sus manos habían ascendido de su cintura hasta sus pechos.
Eithne se tensó bajo su contacto y estiró el brazo hacia atrás para atraer el rostro de Rhys hacia el de ella. Sus labios se juntaron y sus lenguas danzaron juntas. Eithne sospechaba que nunca podría tener suficiente de aquello, de cualquier cosa que Rhys pudiera y quisiera darle. La manera en la que su cuerpo reaccionaba a su contacto así se lo decía, moviéndose hacia él sin poder evitarlo, como una flor siguiendo el sol.
Ròsan se quedó quieta al ver que se revolvían encima de ella y soltó un relincho suave de protesta.
─ ¿Quieres hacerlo aquí? ─preguntó ella cuando reunió voluntad suficiente para separar sus labios de los de él.
Rhys iba a contestar, pero Eithne se tensó debajo de él, y giró la cabeza como un látigo hacia delante. Estaba alerta, sus ojos muy abiertos y sus pupilas dilatadas por la excitación, pero no solo la que Rhys le producía. Se movían frenéticamente de un lado para otro entre las sombras, buscando.