Rhys siempre detestaba separarse de Eithne, pero en esta ocasión era diferente. Cruzar el portal para adentrarse en el mundo de abajo le resultó doloroso, incluso cuando su esencia salvaje revitalizó su cuerpo exhausto. Sin embargo, lo que más le dolía con diferencia era el pecho, sobre todo después de todo lo que le había confesado a Eithne, así como lo que ella le había dicho a él. Pero no era un dolor desagradable, sino todo lo contrario. Era el dolor de la liberación y del desahogo. El que precede al sentimiento abrumador y sin nombre cuando se es libre por fin.
El hecho de haberse criado entre los dannan hacía que fuera más proclive a expresar sus emociones, debido a la utilidad que tenían para moverse en el campo de batalla en sintonía con los demás guerreros. Sin embargo, él nunca había sido de los que lloraban. Ni siquiera recordaba la última vez que los ojos se le habían llenado de lágrimas. No porque le avergonzase, sino porque había pocas cosas que hicieran que su cuerpo estuviera dispuesto a malgastar agua de esa manera. Sin embargo, cuando se trataba de Eithne, nada era malgastado, ni siquiera el agua de sus lágrimas.
Adoraba a su madre, a su hermana y a su padre, pero si por él fuera habría acogido a la joven cazadora entre sus brazos y se habría quedado así largo rato. Días, si hacía falta. Por siempre.
Pero para ellos no habría un para siempre. Él era inmortal y tenía toda la vasta eternidad por delante. Ella no. Era una mujer mortal, una cazadora cuya esperanza de vida era todavía menor que la de los humanos a los que protegía con tanto celo. Muchas de su especie no llegaban a envejecer, ni siquiera a presentar canas grises en sus cabellos. Pero eso no era algo en lo que Rhys quisiera pensar ahora. No plantado delante de la puerta de casa de sus padres en Llanrhidian, que llevaban largas semanas sin verlo. Improvisarían, como habían estado haciendo hasta ese momento. Buscarían la manera de estar juntos.
Llamó a la puerta con los nudillos, pero fue la visión del rostro de su madre lo que lo sacó de la espiral que se había formando en su interior. La sonrisa de Maeve no era la más grande, ni tampoco la más brillante, pero sí la que transmitía una serenidad y una placidez infinitas.
Maeve estaba sola en la casa, a pesar de que pronto sería la hora de comer y el olorcillo del estofado y las castañas era patente aun con la puerta y las ventanas cerradas para que no entrase el frío. Rhys le preguntó por su hermana y por su padre mientras se sentaba en una de las sillas de la cocina, después de haberle dado un largo abrazo que casi lo dejó sin aliento.
─Siguen dándole vueltas a todo ese embrollo con los sidhe ─respondió su madre sentándose en la silla enfrentada a la suya─. La verdad, no sé qué pensar. No estoy segura de si deseo que aparezcan para que se sepa qué es lo que ha ocurrido con ellos y que todo el mundo pueda dormir tranquilo de una vez, o alegrarme de su desaparición.
─Esas son palabras muy atrevidas ─replicó el joven, echando un vistazo anhelante a las castañas todavía calientes que reposaban sobre la encimera de la cocina.
─Lo sé ─asintió Maeve siguiendo la mirada de su hijo─, pero siempre me dieron tanta pena… No entiendo por qué unos dioses desearían algo así para sus hijos.
─Los dioses son caprichosos. Igual que sus hijos ─añadió Rhys bajando inconscientemente su tono de voz.
Maeve le dio la razón con una mirada discreta, pero significativa.
Para Rhys y para la mayoría de los feéricos, los dioses eran entes veleidosos que se aburrían con facilidad y que buscaban la excusa más trivial para pagar su apatía con sus hijos. Mientras tanto, todos los habitantes de Elter estaban seguros de que los observaban allá donde se encontrasen, buscando alguno de esos pretextos. Nadie quería llamar su atención más de lo debido o por razones desaconsejables. Por eso siempre susurraban cuando no se encontraban alabándolos con pompa. No era muy diferente a lo que los aristócratas de las villas palaciegas hacían con sus Hijos Predilectos, en realidad.
Bueno, al fin y al cabo, los fae eran hijos de sus padres.
─ ¿Lele no ha venido? ─preguntó Rhys mientras se levantaba y se acercaba a las castañas.
No pudo contenerse más. Llevaba sin probarlas desde el año pasado y eran de sus pequeños manjares favoritos. Su madre le echó una mirada reprobatoria, pero no dijo nada. Ya tenía edad más que suficiente para saber lo que le pasaría si se comía las castañas todavía calientes. A él no le importó; había estado muerto durante un tiempo considerable durante la Turas Mara, podía afrontar un malestar de estómago durante una tarde.
─Llegó hace no mucho y se fue a los acantilados ─respondió Maeve─. Sabes lo mucho que los echa de menos cuando está en el palacio.
Rhys resopló.
─No es la única. Supongo que después me acercaré por allí y estaré un rato. Prometo no perderme cómo abres los regalos ─añadió con una mirada traviesa.
Maeve negó con la cabeza.
─Tenéis una fascinación extraña con ese lugar. Vuestro padre, tu hermana y tú. Gwilym hacía lo mismo cuando tenía vuestra edad ─dijo con una sonrisa soñadora que hizo que Rhys pusiera los ojos en blanco─; se escabullía a algún rincón en el que poder contemplar el mar durante horas para relajarse siempre que podía. No se lo digas a tu padre ─añadió señalándolo de manera acusadora y lanzando una mirada significativa a las castañas─, pero he llegado a sentir celos de esa masa inmensa de agua salada.