Dieciséis días sin coincidir era demasiado. Rhys estaba empezando a preocuparse. Eithne no le había avisado de nada que la pudiera ausentar de sus encuentros durante tanto tiempo. Él no había estado en el mundo humano todos esos días, pero había acordado con ella dejar alguna señal de que hubiera estado en el loch. Y no había nada. Registró con cuidado los árboles en busca de alguna muesca hecha con sus dagas grabadas con dibujos de espinos negros, pero no había nada.
Rhys se removió inquieto, dándole un puntapié a la tierra húmeda. No era normal que ella faltase tanto. No después del último día, de lo que le había contado. Después de cómo se habían abierto el uno a la otra…
Se había levantado tremendamente temprano, con la noche cubriendo las tierras altas del mundo humano todavía. El cielo empezaba a tener una tonalidad más azulada que negra, y las estrellas comenzaban a retirarse. Los feéricos menores correteaban entre la maleza de una manera similar a como lo hacían en la tierra sin dueño de Elter, sigilosos solamente cuando les interesaba no ser vistos. Ninguno se interpuso en el camino del fae, pero él no pudo evitar detenerse en seco cada vez que percibía una presencia demasiado cerca. Desde que él y Eithne habían acabado con la vida del desafortunado pixie que los había descubierto en una situación comprometida, Rhys se sentía inquietantemente observado en aquel lugar.
Paseó por la orilla del loch como un animal salvaje recluido en una jaula. Conocía aquel lugar como la palma de su mano desde hacía años, pero desde hacía varios meses había comenzado a verlo con otros ojos. Sus aguas de color azulado grisáceo que variaban dependiendo de la claridad del día resultaron tener una tonalidad verdosa cerca de las orillas en la que nunca había reparado. El color de los ojos de Eithne.
Resopló y volvió a patear la tierra mojada. No era capaz de sacársela de la cabeza, daba igual lo que hiciera.
La quería a su lado. La necesitaba con él. Y Eithne no aparecía.
Rhys se preguntó en qué momento había comenzado a desarrollar aquellos sentimientos. No le molestaban, pero le hacían sentirse de una manera que pocas veces había experimentado, y no en situaciones precisamente agradables. La vulnerabilidad no era una sensación agradable. Excepto con Eithne. Con su espinita había aprendido muchas cosas, y una de ellas era a valorar esa sensación de fragilidad desde en nuevo ángulo. El de sentirse seguro y protegido. El de saber que la otra parte no le haría daño. Por lo menos, no intencionadamente.
Rhys negó con la cabeza, recluyendo todo ese torbellino de pensamientos en un lugar muy recóndito dentro de su cabeza y de su pecho. Trató de entretenerse preparando una trampa para selkies. La hizo y la deshizo en varias ocasiones. Los movimientos se volvieron tan mecánicos que dejaron de surtir su efecto relajante.
Cuando el mediodía llegó, con el sol tratando de asomarse entre la capa espesa de nubes grises, tomó la decisión. Una alternativa que había estado rondando por su cabeza desde el día anterior. Se aseguró de que llevaba las armas que consideraba necesarias encima (la espada, una daga en el cinturón, el cuchillo con el que remataba a los selkies también ahí prendido, un puñal en cada bota y otro más pequeño escondido en la manga de su mano dominante) y se puso en camino al poblado en el que vivía Eithne. Nunca lo había visto en persona, pero ella le había explicado dónde se encontraba. Tendría que desandar el camino que había hecho ayer por la mañana cuando llegó de Elter, pues la aldea se encontraba más cerca del Beinn Nibheis que del loch donde quedaban.
Después de más de un día en aquel mundo, la carrera lo dejó extenuado. Trató de apaciguar su respiración pesada cuando sintió el hechizo protector que rodeaba la aldea. La escasa magia que poseían las sealgair tenía un regusto ligeramente diferente al poder de los feéricos, más afrutado y ácido, como una fruta demasiado verde todavía. Sin embargo, a Rhys le hormigueaba en el cuerpo de la misma manera que a ellas el de los inmortales.
Caminó entre los robles que rodeaban la fortificación con sigilo, y se detuvo cuando vislumbró el vallado de estacas de serbal.
Frunció el ceño, agachándose más entre la maleza. La muralla de más de dos metros de altura se veía translúcida, fantasmal, como una aparición en medio del claro del bosque. No debería haberla visto en absoluto; el hechizo colocado sobre el poblado debería haber prevenido de las miradas indiscretas, mortales e inmortales. Pero allí estaba, espectral, como emergiendo de una niebla repentina. Debía de haber pasado mucho tiempo desde que no renovaban el encantamiento, un hecho tremendamente extraño. Por lo que Eithne le había contado sobre su tía, a Rhys le sorprendió que Nuala permitiese que el fuerte quedase expuesto de esa manera. Y no estaba despoblado; no veía a ninguna sealgiar apostada vigilando por encima de las estacas, pero su olor se sentía con fuerza.
Rhys comenzó a avanzar alrededor de la construcción, oculto entre las sombras, con cuidado de emitir ruido alguno. Cualquier sonido se habría sentido como un estallido en la insólita quietud del bosque.
El poblado era mucho más grande de lo que había pensado en un primer momento; allí deberían de vivir cerca de un centenar de cazadoras, con todo lo necesario para abastecerse durante un tiempo sin tener que acercarse a localidades humanas durante semanas, especialmente en invierno. Rhys encontró la primera entrada al poco de comenzar a andar, cerrada. Las sealgair nunca tenían una única entrada o salida en los poblados donde vivían, ni siquiera a la vista. Ahora mismo podría estar caminando sobre los túneles subterráneos que salían del interior de la fortificación y que llevaban a salidas secundarias escondidas en el bosque.