Eithne contempló toda la reyerta con el corazón encogido. Apenas respiró mirando a Rhys luchar contra las sealgiar. En otras circunstancias, habría admirado embobada cómo se movía, cómo se deslizaba entre los cuerpos de las cazadoras. Cortando y esquivando. Un baile, macabro y antiguo. Pero en aquel momento el único pensamiento que llenaba su mente iba dirigido a los cielos, a la diosa que estaba segura que observaba todo aquello con morbosa curiosidad.
Por favor, por favor, por favor suplicó una y otra vez con el corazón en un puño.
No sabía si la diosa que había acogido a las cazadoras de feéricos bajo su protección todavía la escuchaba. Ni siquiera sabía si lo había hecho en algún momento. A veces, había dudado de su existencia. Pero en ese momento, maniatada y con el cuerpo destrozado, una mera espectadora de la contienda eterna entre arriba y abajo, no le queda más que eso. Rezar. Implorar con una fuerza que nunca antes había empleado. Una última petición. Después, dejaría que hiciera con ella lo que quisiese.
La presión dentro del pecho de Eithne se alivió cuando lo vio desaparecer entre los árboles. Algunas sealgair corrieron dentrás de él, pero ella sabía que no lo alcanzarían si Rhys no quería. Pidió un último deseo a Morrigan; que a él no se le ocurriese mirar atrás.
Nuala caminaba ahora hacia ella. Una ràsair sliasaid con un grabado de espinas en la hoja colgaba de su mano. Eithne levantó la cabeza para mirarla con toda la dignidad que su postura y su cansancio le permitían. La marca de nacimiento en forma de pluma, la señal de haber sido bendecida bajo el ala de Morrigan, le escocía. Lo primero que le habían hecho cuando le quitaron la ropa, fue colocarle un hierro candente entre los omóplatos y quemársela.
Había sabido que algo iba mal en el momento en que cruzó el portón de entrada del poblado. Estaban todas reunidas, esperándola. El sol ya había caído y las antorchas iluminaban el interior de la fortificación. Le quitaron las bridas de la mano y le propinaron un golpe en la cara que la tiró al suelo de bruces.
Después, vino su juicio y su sentencia. Un juicio en el que no se le permitió hablar y una sentencia a la que nadie recurrió.
Ewan, el fiosaiche que había estado intentando llevársela a la cama durante años, declaró en voz alta, delante de todas las mujeres que habían compartido vida con Eithne, lo que había visto entre la sealgair y el fae en el loch. Cómo él la había desnudado, cómo la había besado y tocado. Eithne había revivido el momento mientras el fiosaiche lo relataba con burdas palabras teñidas de profunda aversión. Los dedos de Rhys sobre ella, entre sus pechos, justo encima de su corazón, sintiéndolo latir contra su mano. Ella había estado encima de él, moviéndose despacio, saboreándolo. Se había estremecido notando como sus dedos ascendían y se cerraban con cuidado alrededor de su cuello desnudo. Sus palabras, pronunciadas antes y durante aquel acto íntimo, le habían llenado los ojos le lágrimas. Le había dicho que la amaba, pero no con las mismas palabras que había empleado antes de que se alzara para enfrentarse a las sealgair.
Sus compañeras la quemaron donde Ewan había visto que la tocaba. En todos los sitios. Le habían escupido. Golpeado. Humillado. La habían despojado de lo que la marcaba como una más de ellas; su marca en forma de pluma de cuervo, sus ropas de cazadora hechas de cuero negro y sus armas adornadas con el escudo del Espino Negro. Pero la violencia física sobre su cuerpo y las palabras que le habían dedicado, rezumando odio en cada sílaba, no fueron lo que más la hizo llorar y gritar.
Habían degollado a Ròsan delante de ella, dejando que viera como la yegua se desangraba entre estertores y espasmos violentos. Ewan había visto como Rhys alargaba la mano hacia el animal y como ella había permitido que la tocase. Un animal así no era digno de confianza y no merecía el perdón. Exactamente igual que su amazona
─Me ha sorprendido, la verdad.
Nuala se había agazapado delante de ella como un felino. Lista para saltar y matar. Una sonrisa tironeaba de sus labios, pero no había felicidad en ella. Sí había, sin embargo, diversión, lúgubre y fiera. Extendió la mano libre hacia la cara de Eithne.
─He de reconocer que ya no esperaba que apareciese. Pero mucho menos me esperaba el espectáculo que habéis dado, mi niña. Parecía que le importabas, incluso. Arriesgarse a venir aquí, luchar contra todas nosotras… Por ti ─Nuala negó con la cabeza, clavando las uñas en la barbilla de Eithne─. Me pregunto qué fue lo que vio en ti. Bueno, tampoco es que ahora importe ─dijo con un encogimiento de hombros─. Volverá, estoy casi segura. Pero tú ya no estarás aquí para verlo. Ya habéis tenido vuestra despedida. Deberías darme las gracias, podría haberme limitado a matarte la primera noche y dejar tu cadáver ahí colgado para que se lo comiesen las alimañas.
Eithne casi lo hubiera preferido de esa manera. Que la última imagen que Rhys tuviese de ella no fuera en esas condiciones. Ella habría deseado que su último recuerdo junto a él fuese con sus labios estirados formando una sonrisa, cualquiera de las innumerables muecas cariñosas y traviesas que había conocido en los últimos meses, su risa en sus oídos y sus ojos del color del mar al comienzo de la noche felices y relajados, surcados de pequeñas arrugas de alegría en sus contornos. No su rostro con una mueca de dolor y rabia, sus ojos llenos de sufrimiento, apagados y húmedos por las lágrimas incipientes.