Dieciséis de marzo.
Estoy corriendo en medio de, lo que yo supongo, un bosque frondoso. Mi corazón está latiendo demasiado rápido. Comienzo a sentir punzadas en mis piernas, pero algo me dice que no debo parar, al menos no ahora, no en este momento. Escucho un par de pisadas que se acercan a gran velocidad. No pasa mucho hasta que claramente me alcanza, me golpea con algún objeto en la cabeza y creo caer al suelo, inconsciente.
Despierto agitado. Me siento en la cama en busca de tranquilidad. Fue solamente una pesadilla, me digo a mí mismo, una muy real pesadilla. Aún así toco mi cabeza asegurándome de no tener ningún moretón.
Debido a que perdí las ganas de seguir durmiendo, decido levantarme. Mis pies descalzos pisan el frío suelo de baldosas, esperé estremecerme por el cambio drástico de temperatura, pero algo dentro de mí no está en la habitación, se encuentra en algún lugar lejano sufriendo y buscando la forma de escapar.
Tomo mi teléfono, el cual está sobre la mesa de luz, y miro la hora. Seis de la mañana, rayos. Camino hacia la cocina mientras reviso mis redes sociales, olvidando así el mal sueño que tuve minutos antes.
En clase de Química me aburro como una ostra porque, bueno, vamos, no es muy divertido escuchar a la profesora hablar sobre los métodos de fraccionamiento de los sistemas homogéneos. Aún así mi mente se concentra en prestar atención, hasta que la clase es interrumpida por tres suaves golpes a la puerta, señal de que del otro lado se encuentra la señora Francis, la adscripta de nuestro grado.
Luego de que Mónica le dé acceso, la mujer cincuentona entra al aula con elegancia. Todos nos encontramos en silencio y el único sonido que rebota en las paredes son las pisadas de los tacones de la recién llegada.
—Buenas tardes, alumnos...
—Buenas tardes, señorita Francis —respondemos al unísono.
—Vengo a pedir que Jev Dickens guarde sus útiles. Su madre lo espera afuera para irse debido a una emergencia familiar.
Mamá es una persona muy honesta y jamás me sacaría de clases a través de una mentira, por lo que deduzco que ALGO sobre nuestra familia no anda bien. Mientras pienso en lo que puede estar pasando, guardo la cartuchera y la cuadernola. Un pequeño papel se cuela entre mis cosas, pero decido meterlo dentro del bolsillo de mi pantalón para leerlo más tarde. Con la mochila colgada en un solo hombro, salgo disparado hacia afuera no sin antes dar una breve despedida a los presentes.
Apenas cruzo la puerta y veo a mamá sentada en una de las sillas que hay contra la pared del pasillo. Tiene un vaso con agua en una de sus manos temblorosas; eso no me da buena espina. Me acerco a ella con gran preocupación.
—Mamá... ¿Estás bien? ¿Qué pasa?
Desvía la mirada, pero no puede evitar que note sus ojos rojos e hinchados. Un nudo se me forma en la garganta dejándome sin habla. Ayudo a levantarla para luego darle un abrazo tranquilizador, ella en tanto despeja mi frente con su mano libre y luego apoya allí sus labios.
—El abuelo está grave... —explica mientras acaricia mi cabello—. Debemos ir a cuidarlo.
Me siento como un niño pequeño que no sabe reaccionar ante los problemas de los adultos. Trato de ser alguien maduro, pero sea como sea tengo mis momentos de debilidad donde me demuestro tal cual soy: el tierno niño de mamá.
Luego de terminar esa escena cariñosa nos dirigimos hacia afuera del Instituto. Caminamos a pasos acelerados, por lo que no me distraigo en reconocer a las personas que nos están mirando.
Llegamos al auto y me subo del lado del copiloto. Rápidamente nos abrochamos los cinturones y mamá arranca el auto. Observo por un instante la radio y decido prenderla, conectar el USB a mi teléfono y elegir una canción de las que tengo descargadas.
Si no fuese por la música, el silencio reinaría dentro del vehículo. Mamá observa atentamente el tránsito sin siquiera intentar entablar una conversación conmigo. En esta ocasión prefiero observar el paisaje lleno de pinos, donde cada tanto aparece una casa humilde hecha de cemento y chapa. Veo algunos perros que salen a ladrar corriendo el auto por unos cuantos metros.
El abuelo vive en la zona de las afueras del balneario. Allí predominan los montes y las calles de pedregullo llenas de pozos. Es un lugar tranquilo donde pájaros como las cotorras suelen canturrear en las mañanas, los perros persiguen las palomas que tratan de pisar el pasto y las personas crían gallinas u ovejas para luego aprovechar sus recursos. El abuelo no es agricultor ni nada que se le parezca, él es solamente un anciano jubilado que quiere disfrutar de la buena vida hasta el día de su muerte...que tal vez sea muy pronto.
Al llegar a la cabaña, mamá estaciona detrás del Fiat uno con la pintura celeste bastante desgastada por los años. Mamá apaga el motor y desabrocha el cinturón, para luego aflojar completamente el cuerpo sobre el asiento.
—Tengo miedo, cariño —dice observando el techo del auto.