Por ti y tu dulzura

Capítulo 4

La noche cayó como un manto silencioso. Después de acercarse a las montañas, dejaron los cantos de insectos detrás; ahí se escuchaba el silbido del viento y el crujir de los árboles desnudos. Al contrario de las dos noches anteriores, no hubo burlas ni historias de luchas por parte de los soldados. Hoy no había vigía asignado porque la zona estaba deshabitada.

El grupo se mantuvo en silencio con el sonido de los cubiertos contra los cuencos. La sopa caliente alivió y calentó su interior.

Después de ver por mucho tiempo la flama bailar decidió fijarse en sus acompañantes. Su esposo comía lentamente sentado sobre las pieles a su lado. Tres de los soldados yacían boca arriba con sus pechos subiendo en conjunto; dos hablaban sobre un futuro combate en la capital; el sexto se perdió detrás de un árbol y finalmente las dos parejas de gemelos. A ellos les costaba mirarlos. Mientras los de la izquierda permanecían abrazados con sus miradas fijas en la llama, la otra pareja no dejaba de mirarse y tocarse con adoración. Así que dirigió la mirada a donde estaba su esposo con las piernas entrecruzadas.

A diferencia de las otras dos parejas, ellos no habían actuado como una, aparte de compartir un caballo. Lo observó por larga rato, fijándose en la manera que miraba la fogata con aburrimiento. Lo vio pasarse la mano por el cabello y soltar un suspiro, lo hizo tres veces seguido. Después contó las respiraciones pesadas... un, dos, veinticuatro. Leonor también estaba aburrida. Y con frío. Dudaba que pudiera dormir sin su ayuda.

Bien. Él debía entender. Dejando su propio sitio se paró frente a Rudof.

—Necesito que aparte los brazos —dijo sin más.

Él sin comprender lo hizo sin pensar. Puso las manos a los lados de las piernas y la miró. Leonor se volteó y se dejó caer en el hueco que formaba sus piernas cruzadas. Se apoyó en su pecho para después obligarlo a cruzar los brazos sobre ella.

Rudof se quedó en blanco; hasta que ella volvió hablar.

—Necesito calor, me estoy congelando. Solo por esta noche, ¿puede brindarme calidez?

Rudof se maldijo. Lo tenía que haber sabido mejor. Ahora quedaba delante de su esposa como un insensible y egoísta.

—Perdóname, debí prestar atención. —La atrajo más cerca y la apretó contra su cuerpo—. Puede utilizarme cuanto lo desees, soy vuestro esposo.

—¿Está seguro de lo que me ofrece?

No. Por supuesto que no. La pregunta de ella sonaba a una amenaza. ¿En qué siniestra situación lo podría emplear? Desde su altura, bajo su barbilla, ella lo fulmina. En sus traviesos ojos nadaba una curiosidad que lo hizo tragar duro. Al igual que esa noche en que se permitió ser amable y atender sus heridas, se sintió desnudo y expuesto.

Y recordó las razones de no querer cruzarse con ella después que se fue: sabía lo que habitaba en su interior, ella sabía lo blando que realmente era. Leonor lo tenía doblegado. Y ella lo abandonó, maldición.

Miró a los demás y se percató que todos lo estaban mirando con grandes ojos. Probablemente esperando que la descarte a un lado y la reprenda. Así de frío lo conocían, así de despiadado lo veían. Ellos eran en los que más confiaba, razón del porqué vino a buscarla con tan pocos soldados. No confiaba en su totalidad en los hombres del duque.

—Estoy seguro, mi señora.

Le dio una sonrisa y se relajó contra él.

—Es bueno saberlo —murmuró. De la nada dijo—: ¡Oye!, ¿adónde vamos? Recuerdo que...

—Shhh —pidió silencio en su oído—. Ellos creen que estás al tanto. Habla bajo.

—Oh —dijo, después le tomó el cuello y jaló hasta hablarle al oído, susurró—: ¿A dónde vamos?

Rudof detalló a los hombres. Aún los veían. Sin previo aviso le dio la espalda a la fogata, llevándose a Leonor de sus miradas curiosas.

No parecía incómoda ni escandalizada de que la toque o la tenga abrazada, después de todo, fue Leonor la que vino a él. Que ella lo esté tocando con tanta confianza tampoco lo esperaba. ¿Dónde está su consternación? ¿O no posee conciencia ni remordimiento?

Estaba preparado para luchar. Se lo estaba poniendo fácil. Desconcertante.

Quizás a ella no le afecte en absoluto, pero en su caso... Sentir su piel blanda y su dulce olor a mujer lo llevaría por el camino del deseo ardiente. Ya por si su cuerpo reaccionaba a su cercanía, su toque era una dulce tortura.

A donde iba él no había retorno alguno, estaba seguro.

—Iremos al ducado Sorg.

—Ah.

¿Es todo? Un «ah» y ya.

—Estoy seguro de que tienes muchas preguntas, Leonor.

—En realidad, no. No tengo más preguntas. —Bostezo como un gatito soñoliento—. ¿Puedo dormir con usted?

«Madre, donde quieras que este tu alma, ayúdame».

—Si mi esposa lo considera apropiado.

Por supuesto que no, era una dama.

—Si soy sincera, no lo es. —Ahí está, el recato. «Es una dama». ¿Por qué siquiera pregunta algo que no pasaría? —. Mostrar afecto entre esposos en público es considerado la ruina para una dama. —Estaba al tanto. Leonor continuó—: Por fortuna, me he casado con un sir de las montañas, estoy libre de dormir con mi esposo al aire libre.




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