Por ti y tu dulzura

Capítulo 5

Vive por mí… Únete a mí… Yo te cuido... No lo hagas...

Se despertó en los sofocantes, aunque cómodos, brazos del rudo montañés. Su esposo. Se percató que la luna permanecía sobre el campamento como un enorme ojo acusador, y que de la hoguera solo quedaba el leve crepitar de la madera. Ya la amenaza de la aurora se apreciaba.

El viento sopló. Los dientes castañeteaban. Leonor se acurrucó más cerca.

—¿Hum? —murmuró Rudof en sueños para después apretarla y acomodarse de tal manera que su boca quedara en su garganta. Sintió la ligera respiración contra la piel—. Esposa... —musitó en un suspiro.

Leonor sonrió. El alba iba para rato en el norte y no podría dormir atrapada de esa manera; con esfuerzo logró sacar los brazos. Colocó uno bajo su cabeza y lo abrazó por el cuello, encontrando mayor comodidad. Besó su negra cabellera con el propósito de dormirse nuevamente.

Sin embargo, Rudof movió el rostro quedando pegado frente a frente con la fría nariz acariciando la suya. Muy cerca, él estaba muy cerca. Podía sentir su aliento en los labios.

Un arrollador pensamiento germinó. ¿Podía ella... besarlo? Qué tontería, ¡por supuesto que sí! El único hombre que había besado estaba aquí. Después de sus besos, soñaba con aquel momento, se repetía, hasta que olvidó su apariencia, su cabello, su olor, la gruesa voz con el leve acento montañés.

Su hombre salvaje.

Dobló un poco el rostro y juntó los labios. ¡Uy! ¡Estaban frío! Se alejó mirando los labios entre abiertos. No fue como lo esperaba, al menos no como aquella vez. Un segundo intento le acrecentó la curiosidad y la hizo hacerlo un par de veces más.

Con cada toque sentía mayor confianza en apretarse contra su boca. ¿No se despierta? Leonor probó morder su labio inferior. Nada. Seguía respirando conjuntamente.

Dándose por satisfecha, por ahora, se dedicó admirar sus rasgos rudos. Como dormía al igual que una roca, no corría riesgo de ser atrapada. Le tocó la cara con las yemas de los dedos.

—Llegaste a tiempo, mi vida. —Lo esperó tanto tiempo... Lo odio tanto tiempo.

Y, aun así, allí estaba él, y ahí estaba ella; una mujer terriblemente enamorada del corazón de un enorme montañés. En ocasiones se preguntaba si fue una artimaña retenerla en su castillo con la escusa de esperar la sanación. Lo mejor que pudo hacer fue disfrutar de sus atenciones, y lo peor fue conocer lo que se hallaba escondido bajo todas las pieles y rostro inexpresivo.

Después de dos años buscándolo entre los corazones de caballeros más respetables y regio, se dio por vencida. Quizás él la olvidó y su promesa no era más que aire suelto con la intención de mantenerla con vida en su castillo.

No quería volver a verlo, ¡nunca!

Pero tuvo que llegar a su casa y acercarse. ¡Lo odiaba! ¡Tendría que arrastrarla fuera de la mansión si quería llevársela! Y luego el ama de llaves le entregó el dichoso papel de unión con la nota escrita por él:

«Tienes la decisión en vuestras manos, es el único documento de nuestra unión marital».

Se rio entre sollozos. Un gesto para la infinita aflicción de su madre que la dio por irracional. Al día siguiente, mientras dormía, la condesa ordenó las pertenencias de Leonor en la puerta principal, determinada a deshacer lazos con una posible desequilibrada, “según sus sutiles palabras”, la mujer no la quería en casa.

Muy bien, el montañés no se libraría tan fácilmente.

De todos modos, si ningún caballero venía a por ella, planeaba fugarse al reino libre. Allí una mujer podía trabajar sin la dependencia de un hombre. Llenaría las arcas de la familia por su cuenta.

Pero ahora... Tenía tantas preguntas que hacerle, que, si dejaba salir una, las demás saltaría fuera de su boca. Y temía la respuesta. Aunque confiaba en Rudof Undeeh ciegamente, necesitaba saber sus verdaderas intenciones.

Leonor lo tenía claro: lo amaba.

«Después de dos años, ¿por qué buscarme?».




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