Rudof no podía apartar los ojos de la pequeña mujer a su lado. Cada tanto que el carruaje pasaba por un bache el hombro delgado lo tocaba, una y otra vez. Leonor veía por la ventana y él a ella. Era fácil perderse en la leve elevación de la esquina de sus labios.
—¿Desea decir algo, querido?
Querido. Querido. Era afrodisíaco para sus oídos. El hombre carraspeó desviando la mirada al frente. No respondió. Leonor se encogió de hombros volviendo la atención al bullicio. Tenían poco tiempo en llegar al pueblo del ducado Sorg. Desde entonces el silencio quedó atrás remplazado con los gritos de vendedores o las eternas conversaciones mezcladas bajo el sol del atardecer.
—¡Oh! ¡Oh! Mirad, mirad, es un espectáculo con dagas. —Lo jaló del brazo señalando la rueda giratoria en plena plaza—. ¡Maravilloso! ¿Lo ves?
El carro era estrecho para dos personas, si ambas partes compartían complexión normal; no su caso, Rudof aparcaba gran parte. En el momento que Leonor lo atrajo a la ventana, tuvo que sostenerse de la madera y así enjaular a la pequeña mujer en su rincón.
—No es más que agilidad con los cuchillos. Te puedo enseñar si así lo deseas.
—¿De verdad? —espetó. Le apretó el brazo—. Quiero aprender, mi señor, sería una buena aprendiz. —Lo soltó y torció la nariz, dudando—. Lo dice para complacerme, temporalmente. —Bajo la mirada—. Si es el caso, mi señor, promesas vacías no quisiera recibir. Prefiero la dura verdad.
¿Dura verdad?
—Y cuál es esa dura verdad, Leonor. —Rudof le beso la mano, galante.
Leonor detallaba el intercambio producido entre su piel y labios. Al soltarla, antes que se alejara de su toque, Leonor entrelazó los dedos con los suyos. El hombre padeció al darse cuenta del contraste. Se hallaba embelesado.
Unas manos suaves con uñas brillantes y perfectas, a diferencia de la fealdad de uñas mal cortadas y heridas que sanadas crearon rústica capa.
«Quizás la esté asqueando. ¿Es esa la dura verdad?», pensó avergonzado.
Sin mirarla, trató de retirarse. Leonor formó una sujeción con ambas manos.
—Soy mujer, es mi pecado nacer mujer, y como tal debo permanecer detrás de la línea de lo correcto. No se espera gran cosa de una mujer más que vivir bajo las reglas que me permita mi esposo y... Yo he creído por un instante que... —Se mordió el labio—, que me lo permitirá. —Al ver la expresión de Rudof, se apresuró a decir—: Entiendo su posición, mi señor, son solo desvaríos tontos de una esposa sin experiencia.
Lo soltó volviendo la atención a la ventana.
Rudof estuvo a punto de gruñir por despojarlo sin previo aviso de su toque.
—Le permitiré cada pequeña cosa que esté a mi disposición, Leonor. —Le tomó nuevamente la mano y la chica se encargó de entrelazarlos—. Lo que no le permito es sacar conclusiones a la ligera. —Los ojos de Leonor chispearon—. Y también...
—¿Sí?
Rudof se dio cuenta, turbado, a donde miraba su esposa. Ella podría querer que él... Sus propias palabras lo apabullaron: «no saques conclusiones a la ligera».
—¿Qué desea ahora? —arremetió. Quería saberlo, aunque una dama no admitiría deseos a la ligera, necesitaba preguntar. Aguantó la respiración.
Es imposible que ella quisiera un beso. Eran más que fantasías formadas por la noche anterior. Leonor sintió frío, buscó calor, fue todo. Ella no quería estar cerca de él.
Leonor sin darle tiempo de reacción, se levantó y pegó sus labios a los de Rudof.
—¿Podría besarme cómo en aquel tiempo cuando creí que me amaba?
Todo se redujo a la fruta rosada. Sin pensar en nada que fuera su sabor, Rudof la obligó a tomar asiento y se arrodilló frente a ella. Leonor acarició con adoración los pómulos marcados.
—Aún la amo, Leonor. —No le importaba humillarse. Ya no aguantaba el anhelo, la necesidad.
Sus palabras sacaron lágrimas de alegría.
Se produjo el toque de reconocimiento. El guerrero no quería ser salvaje. Pero fue sorprendido cuando la mujer empujó con fuerza haciéndolo caer sentado contra la pared del carro, a continuación, se subió sobre él y le encajó las uñas en los hombros profundizando el beso. Ya no era un beso, la chica quería comérselo en vida. Su lengua inquieta e inexperta suplicaba por él. Reaccionando, Rudof la sujetó por el cuello y la alejó.
A Rudof se le escaparía el alma. Ella estaba sonrojada con el deseo escrito en los ojos.
—Por favor... —jadeaba en súplica.
La acercó y comenzó nuevamente, probando sus labios. Ella suspiraba. Rudof temblaba ligeramente, temía perder el control. La deseaba tanto. No esperó afán de su parte. En resumida cuenta, no esperó que lo deseara.
Interminables cartas llegaban de su informante desde la mansión Brenno. Hubo pretendientes, ninguno duró. Hubo bailes a los que asistió, aunque poco tiempo después los dejó de lado por la muerte del Conde y más tarde la de su hermano.
Quería que fuera feliz, quería que hallara lo que no encontró en él, sino, ¿por qué se fue sin dar explicaciones? «No sacar conclusiones...» ¡Demonios! ¿Aceptó estar eternidad lejos de ella por un pensamiento erróneo? Necesitaba saberlo.