Al sentir la tibieza que emanaba el enorme cuerpo de su esposo, Leonor cerró los ojos. Su cercanía la mareaba... la diluía. Haciendo que cada terminación nerviosa se derritiera. Eso era lo que estaba sintiendo, a él y nada más.
—¿Leonor? —Rudof frenó el caballo—. Te he hecho daño...
Se bajó a tierra. Preocupado, la llevó a una roca cercana, donde al sentarla se arrodilló y le levantó la manga de su camisa.
—Dioses... —Una marca roja mostraba sus malditos dedos en la tierna piel—. ¡Maldita bestia!
Recorrió la zona con dedos temblorosos.
—No me duele.
—Debes odiarme por hacerte esto. —Desvió la mirada—. No merezco perdón, no hay una escusa correcta para infligir el daño, el desprecio y la humillación que te he causado delante de aquellas personas.
Pero si la había, y él se lo hizo saber antes de bajar del carruaje. Fue ella quien se salió de lo correcto.
Tocó aquella mandíbula que tanto amaba.
—Quiero compartir la culpa...
—¡No! —dijo rotundo, levantándose de un movimiento—. He sido yo quién ha tomado la decisión, solo yo he decidido ofender a su majestad. Tú no tienes nada que ver con mis decisiones.
—Soy tu esposa, debemos compartirlo todo, somos uno.
—No me pidas compartir un castigo a latigazos, Leonor ¿Sabes lo que implicaría que un hombre de mi cargo dejara que su mujer recibiera tal agonía? —A Leonor se le formó un nudo en la garganta al entender sus razones—. No, no me des esa mirada, mi corazón...
Las lágrimas salieron sin su permiso.
—¿Realmente valgo el... el riesgo? Sí tienes que sufrir por mi culpa... No soy una guerrera, ni una rica heredera, una princesa o... Solo soy una persona que no vale tu esfuerzo. Eres un gran caballero, admirado y respetado por tu gente. Lo vi en tu castillo, lo he visto en estos últimos tres días. La reputación de su buen nombre será manchado si se enteran de que alguna vez quise acabar con mi vida. —Por los cielos, ¡ya lo estaba cubriendo de lodo! Se había casado con una amante maldita.
Con imaginarlo ensangrentado...
—Nadie sabe lo que sucedió en mis dominios. Y mataré a cualquiera que se atreva difundir la intimidad de mi mujer.
Con un largo suspiro cansado, cargó a Leonor y se sentó entre las rocas que impedían la visión de ambos.
—Leonor, no es honor ni reputación lo que me preocupa. ¿Crees que podría soportar que alguien te lastime? Si te causaran un mínimo daño, ya sea un duque o un rey, no me pararía a pensar. Después de volver a tenerte a mi lado, no dejaré que un mezquino de la realeza te lastime.
Le acarició el contorno de la cara, su rostro reflejando una infinidad de sentimientos.
—Eres todo lo que anhelo, Leonor. Eres todo lo que quiero en esta vida. No saliste ni una vez de mis pensamientos desde tu llegada a mi hogar. —Juntó sus frentes—. Te pertenezco.
Sin poder aguantarse, Leonor atacó sus labios y se aferró a su cabello. Lo que aquel hombre le provocaba no tenía nombre, o quizás sí, solo que ella no lo sabía. Se sentía frágil, se sentía poderosa, todo a la vez. Era maravilloso lo que le hacía sentir.
Había olvidado la adicción que se creó hace dos años. Había olvidado que esas semanas juntos no podía separarse de su boca, de sus brazos, de sus caricias y su dulce trato. Ahora lo recordaba.
Si fuera por Leonor no se hubieran ido de entre las rocas, sin embargo, sir Rudof tenía mayor fuerza de voluntad. Se levantó, subieron nuevamente al corcel y marcharon al campamento.
Al llegar fue presentada como su nueva señora. Rudof las dejó con las mujeres del campamento y se retiró rápidamente con sus guerreros a una enorme tienda.
Fue acogida de buena gana, y reconocida por algunos otros. Incluso, los que viajaron con ella, se arrodillaron frente al campamento entero. Al hacer tal acto —los hombres cercanos a su señor—, los demás siguieron el ejemplo. Besaron su mano y le prometieron lealtad absoluta. Para cuándo el sir salió, se encontró a toda su gente de rodillas, y los que estaban con él corrieron hasta su esposa e hicieron lo mismo. Incrédulo, buscó a las que sospechaba eran los causantes de aquel despliegue.
La pareja de gemelos se pusieron en pie y todos lo siguieron. En un segundo todos continuaron con sus labores dejando una perpleja Leonor en el medio.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó al verle.
—Te has ganado el favor de las familias principales que conforma mi tribu.
—¿Lo he hecho?
Aunque no fue la idea principal al llevarse a los hijos mayores de las familias Undeeh. Le era satisfactorio saber que la aceptaban.
—Lo sabrás. Mi gente sabe reconocer a las buenas personas.
—Mi señor.
—Mi señor.
Las gemelas se acercaron. Sali fue la primera en hablar:
—Nos encargamos de nuestra señora, sir. —Rudof estuvo de acuerdo con la chica. Ambas mujeres se posicionaron al lado de Leonor—. Debe estar añorando un lavado decente, nosotras se lo daremos, mi señora.
—Sí, mi señora, nosotras nos encargamos del trabajo duro —dijo Sila con una sonrisita cómplice. Al arrastrarla lejos, esta susurró—: A nuestro señor le agrada la limpieza, dios nos libre de dejar cualquier pertenecía del quisquilloso señor sucio. La vez pasada, Non dejó su espada favorita llena de vísceras y...
—No he dicho que sea necesario vuestros servicios ahora, señoras —retumbó la voz masculina a sus espaldas. Era Rudof que las siguió al ser desprendido de su mujer sin consentimiento—. Se encargarán de ella, sí, pero después, cuando le sean necesaria.