Por ti y tu dulzura

Capítulo 10

—¿Masaje? —preguntó perplejo—. ¿Y por qué crees que tus lindas manitas paseando por mis hombros, por alguna razón, me darían la distensión que necesito?

—Por la misma razón que usted creyó me la daría a mí —respondió desafiante. La esquina de su labio medio elevado—. Mi señor.

—Rudof, querido, amor, cielo, cariño...

—¡Bien! —Se sonrojó y al bajar la cabeza detalló una anomalía particular entre sus piernas, volvió a levantarla de golpe al detallar lo que implicaba su toque.

La piel le ardió y la realidad la golpeó en su bajo vientre. Ya no volvió hablar y se dio la vuelta sin poder ni querer verlo a la cara. El silencio reinó. Leonor trató de ocultar parte de su desnudes debajo el agua con las rodillas abrazadas. El sonrojo pinchando en las mejillas.

«Es realmente hermosa, un enorme regalo de los dioses de todos los hombres», recitó Rudof. Ahora comprendía cada poema compuesto desde los inicios de la humanidad. Ahí estaba la respuesta, frente a él, atrevida y avergonzada. Un vino guardado, resguardado, por mucho tiempo que deseaba probar en contra de todo pensamiento razonar.

Ella, la mujer que dominaba sus pensamientos, la dama que lo sacó de la monotonía y el dolor, que le dio un propósito.

En aquella época cuándo llegó a su hogar, era más que un joven que perdió a sus padres. A pesar de que transcurrieron los años, le pesaba la ausencia. La pareja de gemelos siempre pululando a su alrededor le insistía que tomara una esposa, pero no cualquiera, sino a una que deseara con todo su ser, que quisiera proteger con su vida, por la que daría la vida. Así como ellos.

Lo vio imposible ¿A dónde iba a encontrar alguien así?

Su padre había fallecido cuando contaba catorce años, y su madre le siguió cinco años después. Tragedia tras tragedia. Una herida que sanaba fue apuñalada sin previo aviso. Su propia curiosidad la dejó de lado por entrenamientos diarios, caminatas nocturnas sin un propósito y cenas frías en un castillo que no albergaba más que fantasmas de tiempos felices.

No tenía hermanos, y a pesar de que estaba su gente, para Rudof era una vida que no deseaba vivir. Con veintidós primaveras contadas, Rudof Undeeh le apetecía probar los placeres de la carne. Quizás así encontraría emoción. Ya estaba decidido. Iba a por ello...

Hasta que el Conde llegó con una propuesta, y los gemelos aceptaron a sus espaldas. El viejo partió y regresó con una luz que cegó a medio castillo, incluyéndole, sin perdón ni reparo. La chica los escudriñó con un fuego del mismísimo infierno, lo hizo sentir un verano que nunca había conocidos las montañas heladas. Una mirada bastó para eso. Y lo asustó de muerte.

Justo cuando bajaba las escaleras de la entrada a por una mujer que calentara su frío corazón, en las puertas de su hogar chocó contra ella. Leonor.

Le hizo cosas extrañas adentro. Sin embargo, al recibirlos cordialmente, y escuchar las explicaciones por distintos frentes, no escuchaba más que murmullos por lo aturdido que la joven lo dejó. Recuerda haber asentido varías veces. Hasta que la palabra matrimonio los hizo volver a la realidad a ambos, pues Leonor se le cambió la expresión de curiosidad por una de miedo. Temor de él. No lo soportó. Sacó a todos y dejó a padre e hija a solas en el salón.

Rudof se escurrió en las sombras escuchando a la fina dama que lo tenía sudando en un invierno cruel. Y escuchó gran parte, fue suficiente para tomar una decisión por los dos. Un salvaje animal de las montañas no podía anhelar a una dama.

En cada ocasión que se la encontraba, huía. La observó desde lejos, se emborrachó de su luz, de su leve sonrisa cuando por las noches se escapaba de su habitación para hurgar en su pequeña biblioteca. El viejo conde la encerraba en su cuarto desde el día uno y escondía la llave bajo la alfombra de la entrada, y desde el día uno Rudof le abría la puerta sin que se diera cuenta ninguno de los dos. Él era el fantasma que residía en aquel castillo.

Se encontró sonriendo siguiéndole por el castillo por las noches. La curiosidad de Leonor era infinita. Hasta que la llave desapareció en el bolsillo del maldito Conde.

Y luego unos días más tarde supo que se iría pronto. Esa última noche no pudo dejar de admirar la figura que se asomaba por la ventana.

Bajo la capucha se congelaba todas las malditas noches, pero valía la pena el recuerdo de aquella sensación que le provocaba la dama. La primera mujer que le calentó con una mirada. Una dulce mirada.

Ella regresó al interior de la habitación al escuchar los aullidos lejanos. Rudof permaneció de pie debajo de su ventana, con la esperanza que volviera. No fue así. Arrastrando su trasero congelado dentro del castillo, se disponía ir a disfrutar de la chimenea de su biblioteca cuando un sonido en la cocina le llamó la atención.

La imagen que encontró en el suelo le hizo añicos su corazón. Y la preocupación lo movió actuar. De un impulso arrojó al viejo fuera del radar. Con cuidado la tomó en brazos y corrió escaleras arriba hasta su recámara. A esa hora todos dormían, así que aplicó su conocimiento aprendido durante la convalecencia de su madre. Le dio un brebaje que la adormecía, limpió las heridas antes que se inflamara y bajo a por gran cantidad de nieve. Haría lo que pudiera para aliviar su dolor.

Pasaron dos días y ella aún dormía. Fue la tercera noche que despertó mientras Rudof se quedó dormido escuchando su conjunta respiración. El silbido del viento y la bajada drástica de la temperatura le alertó. La chica no estaba en sus brazos.




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