Por ti y tu dulzura

Siguiente en la Saga.

Un Sir para la Princesa

Y así, en un giro irónico del destino, Dios lo castigó con la severidad de un rayo.

Sentir odio era lo que se esperaba de él, una reacción natural; sin embargo, esperar recibir lo mismo se convirtió en una carga pesada que lo acompañaría a cada paso.

Ser heredero de unas tierras ajenas no solo marcó su vida, sino que sembró la semilla de la desdicha y la separación en su propia familia. La avaricia y la traición desgarraron su hogar, llevándose consigo a su madre y dejando a su hermana como una sombra de lo que una vez fue antes de partir de este mundo.

Con el corazón hecho trizas, se encontró atrapado en la soledad más profunda, mientras sus ojos, cansados y llenos de desconfianza, se posaban en las hijas del duque.

Ninguna merecía su misericordia; eran monstruos igual que su progenitor, cómplices en la ruina que habían desencadenado el simple hecho de nacer Sorg.

Estaba en el banquete a instancias del príncipe, un deber al que se vio obligado a someterse.

El Sir permanecía inmóvil, observando con ojos críticos desde su asiento, cada movimiento y palabra cuidadosamente analizados. Esa noche sería crucial. Un banquete opulento, palabras aduladoras que flotaban en el aire como veneno disfrazado de miel, y la eterna promesa de un matrimonio que nunca deseó.

Como guardián de las tierras de la corona, los lazos de la sangre lo obligaban a ceder por herencia lo que una vez fue su antiguo condado. Y allí estaban ellas, la asquerosa mujer a que le destrozaría la vida, sentada entre las princesas, sonriendo con desprecio o temor.

¿Quién de ellas sería la infortunada elegida?

El banquete se desenvolvía sin acontecimientos extraordinarios, un desfile de conversaciones sobre guerras lejanas y la creciente inquietud de señores nerviosos por la escasa capacidad de su ejército.

Para Brio, no era un escenario nuevo. Había pasado años escuchando las mismas predicciones sobre una posible rebelión del reino vecino, pero siempre quedaba en meras especulaciones. Esos rumores vacíos, esas promesas de reconciliación que el monarca solía buscar, parecían no tener fin.

Mientras sus pensamientos giraban en un torbellino de ira y melancolía, el Sir estiró un brazo hacia el centro de la mesa, buscando el consuelo que solo un buen vino podía ofrecerle. Sin embargo, en el proceso de alcanzar la copa, su chaleco, que parecía haber sido diseñado para ajustarse perfectamente a su figura, se rasgó repentinamente, como si el propio destino se burlara de él, añadiendo un toque de humillación a su ya miserable existencia.

—¡Por nuestro rey! —exclamó con exagerada preocupación el duque—. Sir, pida ayuda, con gusto te acerco la botella.

Le hizo una seña a un sirviente y este le entregó una recién descorchada.

Aprovechando su buen humor de ebriedad, se atrevió a formular sus dudas.

—¿He de esperar hasta el final, su exelencia?

Por el gesto de la boca arrugada, el comentario le desagradó. Muy bien. Le importaba una montaña de estiércol. Era él que necesitaba su cooperación. El duque despidió la mitad de las personas del comedor, quedando su progenie y los pocos señores elegibles. Sin más espera entregó la hija mayor en matrimonio al mayor postor. Un príncipe extranjero de una nación pequeña y empobrecida, solo un desesperado por aliados haría algo parecido.

A su lado, un joven llamado Rudof Undeeh soltó un largo suspiro de alivio. La princesa lo estuvo acosando con sus miraditas sugerentes desde su llegada. El pobre infeliz no pasaría ni los veinte inviernos, que fuera escogido esa noche como marido de alguna de las arpías sería cruel.

La siguiente fue entregada y unos de los ancianos al final de la mesa soltó una maldición —alguien no recibiría lo que enviciaba aquella noche—. Las siguientes princesas fueron prometidas al azar. Así que cuando quedaba la más joven, supuso que sería la desdichada. Era hermosa como todas las demás, y sumamente arrogante. Por como miraba al niño que se le acercó a rellenar su copa, diría que era peor que las dos anteriores.

Oh, sí, Brio se divertiría con la princesa. La belleza se puso en pie cuando el duque la ayudó a levantarse. Se notaba que estaba orgulloso de sus agraciadas hijas.

Para la sorpresa de todos, el duque señaló a su sobrino.

«Qué demonios...»

Veka apretó la madera de la mesa. Todos los presentes se miraron entre ellos con el ceño fruncido. A más de uno le interesaba mantener el control del Condado, pero ninguno de los presentes se atrevió a preguntar cuál de las hijas era la hija de aquella rehén. Se decía que el viejo duque tuvo ocho esposas, todas ellas de un país y reino diferente. Como representante del reino y príncipe, el duque Sorg era un gran petulante dentro de la realeza.

—¡Oh! Sir Veka. —El duque acabó la copa y la levantó exigiéndole al chico más vino—. Por supuesto que no me olvidaría de ti, al contrario, sir, es evidente para todos lo importante de vuestro matrimonio.

Las tres víboras que le llamaban padre al maldito sonrieron con jactancia.

—Si me disculpa, mi señor, una niña no entran en mis planes. —Brio se levantó con el propósito de partir. Ni una sentencia de muerte le uniría a una mocosa, su plan es destruir a una de las adoradas del duque, no una criatura que apenas sabría distinguir entre su padre o su esposo.




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