1 mes y 15 días después de los acontecimientos pasados.
Valentina
"El tiempo lo cura todo”
No, pana, el tiempo no cura la pobreza. Lo único que hace es estirarla como una liga hasta que se rompe y te da en toda la cara. Ha pasado más de un mes desde que Roberto agarró sus maletas y me dejó con el corazón como una arepa reseca: duro, incomible y sin sabor. Pensaba que me iba a acostumbrar a su ausencia, que con los días iba a doler menos, pero lo que realmente descubrí es que duele igual… solo que ahora no tengo plata ni para comprar cigarros y distraerme.
Regresé con mi padre esa madrugada que me llovió el diluvio de Noé encima y pasé varios días con el recuerdo de Roberto como si fuera el espíritu santo que te acompaña a todos lados, el eco de sus pasos, la sonrisa de labios cerrados y el olor a tequila viejo también. Todo a mi alrededor me gritaba su nombre, así que hice lo que tenía que hacer. Ocupar la mente.
Paty no me dio la espalda con la tarea y como ya lo esperaba, omitió nuestro último encontronazo como si el viento se llevara las peleas a algún país lejano. Me presenté en su casa y me brindó café y tostadas y charlamos por un buen rato en el que me desahogué y ofendí a Roberto de las mil formas que existían, nunca hablar mal de alguien me hizo tanto bien, por supuesto concluí la crítica con un….”a pesar de todo lo amo”, para aliviar la picazón que debe llevar en los oídos en donde sea que se encuentre.
Esa misma tarde mi querido pañuelo de lágrimas me comentó que me había conseguido un trabajillo en un bar del centro. De mesera, no es la gran cosa, pero te pagan en efectivo y si espabilas, sacas más en propinas que en sueldo. Lo único malo, quedaba justo en frente del restaurante mexicano que me había visto rebajarme a cenizas delante de un hombre por primera vez en mi vida, “La Catrina”.
Un mes después de entrar aquí he logrado medio acoplarme a la rutina y reconocer a algunos clientes con los que puedo destacar recordando sus nombres o bebidas que suelen comprar, así logro rasparles los bolsillos con amabilidad. Todo se volvió más ameno cuando hice migas con Serguei, un trigueño de baja estatura que contiene más acido que sangre en las venas y como si sus padres vieran el futuro o las cartas del tarot, es homosexual y me reí un poco de su nombre por lo creativo que había sido para presentarse, aunque luego quedé en ridículo porque es ese, literalmente, su nombre. Los días jugaron a mi favor y coincidimos en el turno de noche la mayoría de veces y nos pasamos el tiempo libre criticando a cuanta cosa respire y nos pase cerca.
—De color de rosa veo la vida hermosa y del amor estoy…—canta Serguei detrás de mí cuando entra el chico alto del que lleva prendido desde que trabaja aquí—. Enamorada— termina en mi oído.
—¿Por qué no solo te le declaras y ya? — le digo obstinada fregando unos platos embarrados de queso crema.
—¿Por qué no solo te casas con Obama?, seguro te dice que sí, linda— ruedo los ojos con el sarcasmo desmedido que tiene mi nuevo amigo.
—No, hablando serio, ¿Qué podrías perder? — detengo la esponja sobre un vaso para observarlo secar las copas.
—No quiero espantarlo, algunos simplemente no están listos para ese tipo de conversaciones— se ensaña con un churre pegado de una copa y vuelve a dirigir la mirada al adolescente.
Lo analizo desde lejos por el cuadro que tenemos en la pared con vista a las mesas, se encuentra con unos hombres mayores que él y ríe a carcajadas con una postura relajada que denota seguridad. Su cabello es corto, casi al ras, de piel aceitunada y risa coqueta, tiene ese aire sexy de chico malo que le mojaría las bragas a cualquiera, incluso calzoncillos, si contamos a mi amigo.
—¿Sabes tan siquiera cómo se llama?, o ¿Qué edad tiene? — le pregunto esperando indagar en el tema.
—Por supuesto, tiene veinticinco años y se llama Santiago, aunque nadie suele llamarlo por su nombre, más bien le dicen Chago, si tuviese tan solo una señal de que batea para mi bando ya me le habría tirado encima como perra en celo, pero no le veo ninguna pluma regada y hace meses que lo vengo chequeando.
—Pues parece que eso va a cambiar porque está mirando hacia acá y levantando la mano, anda, anda— lo empujo con las manos enjabonadas y Lulú, la jefa de meseros, se entromete en su camino.
—Hay varias mesas que necesitan atención y ustedes aquí parloteando como viejas en asilo, parece que tienen el suficiente dinero como para perder el tiempo— sus ojos azules intimidan más que llegar a fin de mes sin un céntimo, y el taca-taca que forma con el pie, es señal suficiente para dejar lo que hacíamos y dirigirnos a las mesas.
—Serguei, mesa cinco, Valentina, mesa siete— nos manda y maldigo la suerte pues tengo que atender al tal Santiago y mi amigo a una mesa más allá.
Con señas nos entendemos y le hago saber que voy a averiguar lo que quiere y así salimos ambos de la duda, lo detallo más de cerca cuando me aproximo, es alto y tienes ese estilo de ropa ajustada que le marca los brazos, no es corpulento, pero aún delgado está definido.
—Buenas noches, ¿Qué se le ofrece? —le digo con mi mejor sonrisa de mesera profesional, esa que parece genuina pero que en realidad está sostenida por tres cafés y un resentimiento profundo hacia la vida.
Santiago —o Chago, como lo llaman los que tienen el privilegio de estar en su círculo de confianza y probablemente en su lista de mejores amigos de Instagram— me mira con esos ojos de “sé que soy guapo y tú también lo sabes”. Me aguanta la mirada un segundo más de lo necesario, lo justo para que mi autoestima se tambalee como borracho en carnaval.