Por un boleto al paraíso.

"My name is Diego"

—¡No, no, no! ¡Papá, eso no se le pone al mole! —dice Valeria entre carcajadas, tapándose la boca con la servilleta para no escupir el agua de jamaica que acaba de tomar.

—¿Y tú qué sabes, chamaca? —responde mi papá, fingiendo indignación mientras sostiene una cuchara con una pizca de chocolate amargo—. El mole de tu abuela llevaba esto, y nadie se atrevía a contradecirla.

—Porque todos le tenían miedo —interviene mi mamá, con una sonrisa pícara, mientras acomoda los platos sobre la mesa del desayuno.

Es domingo por la mañana, y como cada semana, nos juntamos antes de abrir el restaurante. El comedor huele a café de olla, a pan dulce y a esa mezcla de especias que solo mi mamá sabe combinar con maestría. Valeria se ríe con una tos suave que intenta disimular, y yo la observo desde el otro extremo de la mesa tratando de guardar en la memoria cada gesto suyo, cada chispa de alegría que aún le queda.

—¿Y tú, Diego? ¿Qué opinas? —pregunta mi papá, señalándome con la cuchara como si fuera un juez en “MasterChef”.

—Yo nomás sé que si cocina mamá, todos salimos ganando —respondo, levantando las manos como quien se rinde ante la sabiduría materna.

Las charlas llenan el comedor, y por un momento, todo parece estar bien. El libro de cocina está entre mis manos en la sección de pastas, específicamente en la Su Filindeu, originaria de Cerdeña, Italia, conocida como "hilos de Dios", según voy leyendo intento aprender de memoria los ingredientes para incluirla al menú del restaurante en algún momento.

—¿Qué estás leyendo hermanito? —las pequeñas manos de Valeria bajan el libro de mi mano, intentando ver las imágenes que aparecen en él.

—Es una receta que quiero prepararte, tal vez el finde que viene, cuando salga del curso de inglés, ¿qué crees? — el mero hecho de ver sus ojos iluminados es razón suficiente para hacerle lo que me pida.

—¿Le vas a echar aceitunas? — su idea está descabellada, pero aun así le digo que sí para que no empiece a insistir en lo que queda de semana.

—Tago, ayúdame con esta jarra —me llama mi hermano con dos jarras y una fuente llena de dulces.

—¿Están intentando alimentar a una vaca? Vamos a tener que hacer cola para el baño y solo tenemos uno.

—Pues tú irás después de papá, no pienso volver a vivir ese trauma.

—Ya no me respetan en este lugar Carmen— dice papá abrazando a mi madre por los hombros— Tú les pegaste esa rebeldía, debería castigarte por eso.

—¿Podemos por favor no escuchar sus comentarios hot tan temprano? Me va a dar diarrea con efecto lluvioso como siga escuchándolos —río discretamente con el comentario de Santiago.

—¿Qué es hot?, hermanito —le pregunta Valeria.

Todos empezamos a reír con la confusión de la pequeña de la casa y los intentos absurdos de Chago por explicarle una versión ficticia, mis padres se hacen los tontos y yo finjo que no existo mientas pruebo los panecillos con chilaquiles que pone mi madre distraída frente a mí.

Después del desayuno, cruzamos juntos el patio que conecta la casa con el restaurante. El sol empieza a colarse entre las hojas del guayabo, y el aire huele a tierra mojada y a tortillas recién hechas. Valeria camina despacito, pero con la misma terquedad de siempre. Su cabello cae regado por la espalda y yo sigo sus pasos como siempre lo he hecho, cuando nos sentamos en una de las mesas ella se coloca entre mis piernas para que le haga las típicas trenzas a ambos lados, me quedan chuecas y doña Yaya, la señora que manda aquí desde que mis padres compraron el restaurante, arregla el desastre y Valeria al fin queda decente.

“La Catrina” nunca ha sido solo un restaurante, es el corazón de nuestra familia. Todos hemos crecido aquí, entre cazuelas, humo de carne asada y el sonido constante del comal. Cada rincón lleva la huella de mis papás, de su esfuerzo, de su amor por la comida mexicana, por nuestras raíces, y, sobre todo, por mantenernos unidos. Santiago es el del medio, mi padre pensó que le gustaría el mundo culinario como a mamá y a mí, sin embargo, siguió los pasos de mi padre en la industria del marketing digital, cosa que nos vino súper bien para lograr posicionarnos en un buen lugar en el mercado.

Valeria llegó unos cuantos años después, con el cabello oscuro como el abuelo y los ojos pardos como los míos, con la piel muy clara y pequeña como una muñeca de porcelana. Es la princesa de la casa, el amor de mi hermano y el mío, no hay nada que no haría por la niña. Aunque fuerte y divertida, a veces deja ver esa herida que se la come por dentro.

Los domingos como hoy, cuando el restaurante se llena de familias que vienen por pozole y tacos, mi papá sonríe desde la caja, mientras mi mamá se mueve en la cocina como si sus manos fueran puro arte. Valeria corre entre las mesas con una sonrisa que parece desafiar el cansancio con doña Yaya detrás como perro y gato, pidiéndole que se cuide el peinado. Y yo me encuentro en la parrilla, asegurándome de que cada plato salga con la sazón de casa.

—Tago, ayer el chamaco que anda a veces contigo…— dice mirando a la nada intentando recordar el nombre — ese que dice mucho “vos”, que tiene los ojos azulones y es bien alt…

—Yaya, sé que andamos en la época de la mentalidad abierta y todo eso, pero tiene veinticuatro y tú sesenta y seis— la interrumpo y abre los ojos al punto que parece los va a perder.




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