Ese mismo día, posterior a un rato, rendidas a convencer a más personas de ayudar en el proyecto, Lucía y yo salimos de la zona de la catedral con el propósito de asistir a la feria de los libros en el centro cultural. Estábamos cerca. Debíamos caminar unas cuantas cuadras entre callejones angostos y autos estacionados.
Lucía me había convencido de ir para ver en cuánto andaban los precios, y así ahorrar lo suficiente hasta que llegase la siguiente edición. Una idea razonable.
En el trayecto de nuestra caminata silenciosa, le pregunté a mi amiga si ocuparías las dos entrevistas hechas ese día, y ella respondió: ―Tal vez. Felipe y yo revisamos las que grabamos la semana pasada, y de las cinco que obtuvimos, decidimos quedarnos dos. Las demás sonaron repetitivas —dijo, exasperada—. Ojalá la maestra valore el esfuerzo de este proyecto, porque los ojos me sangran de estar horas pegados a la computadora de la escuela, y todavía falta hacer el montaje final.
―Seguro lo hará, Lucía. Las entrevistas que hemos hecho son increíbles. Deberías quedarte con la del señor guitarrista.
Lucía se quedó en silencio, desconocí si meditaba mis palabras o coincidía conmigo, y a pesar de haber salido del modo entrevistadora, la historia del hombre perpetuaba en mi consciente, por lo que no pude evitar cuestionar: ―Oye Lu, ¿puedo preguntarle algo y me responderías con cien por ciento de honestidad?
Ella me miró y sonrió: —Eres mi mejor amiga, Meztli. Todo lo que sale de mi boca para ti es cien por ciento verdadero.
Le sonreí de vuelta: —¿Cómo descubriste que es el cine tu verdadera vocación?
Después de una prolongada quietud, ella respondió. ―Creo que no lo supe hasta que vi a través del lente. Ver los detrás de cámaras y el proceso creativo de producir una escena, me abrieron el tercer ojo. Aunque mi profesora de comunicación visual asegura que tener una tienda de películas influyó en mi visión de querer ser directora.
—¿Y tú piensas que lo hizo?
Ella negó mientras continuábamos caminando. —Sí, es cierto que papá está obsesionado con el cine y es el fan número uno de Roberto Gavaldón, pero mamá es costurera y créeme cuando digo que odio todo lo relacionado al diseño de modas. Mis dedos —extendió sus manos al frente—, se llenan de hoyos gracias a las agujas cuando ella me pide que la ayude.
―Y, ¿cómo estuviste segura que es el cine a lo que quieres dedicarte? ¿No te da miedo nunca poder hacer una película? o ¿qué nadie le agrade lo que hagas? Ya ves que los críticos no se tocan el corazón cuando publican sus opiniones en el periódico ―insistí, a un lado de ella.
Ambas habíamos preferido ir a mitad de la calle.
― ¿Por qué habría de preocuparme ahora, Meztli? Falta mucho para eso. Tal vez mañana muera o una vaca caiga sobre mí. No me da miedo, porque si te tengo a ti y a mis papás, sé que habrá alguien dispuesto a mirar mis películas por más que les falte sentido.
―Eso es cierto. Sabes que te apoyaré hasta la eternidad aunque tus películas sean un desastre mal filmado.
Lucía soltó una carcajada. ―Gracias por el voto de confianza, amiga. Dejémosle esa preocupación a la Lucía del futuro.
"Lucía del futuro"
"Meztli del futuro"
"El futuro"
¿Habría uno para mí? ¿Uno que me gustase?
Después de aquella conversación continuamos nuestra caminata sin detenernos, y acabar en el pasillo de las posibilidades, nos tomó menos de cinco minutos. Lucía estaba en lo correcto, la cantidad de personas en los puestos hacía figurar el entorno como si se tratase de un concierto de Timbiriche. Situación que me alegraba, ya que cada año había más interesados en el mundo de la lectura.
Ir a una librería, feria o tienda departamental, en donde las portadas se afilaban como pequeñas puertas transportadoras a otros universos, hacían sentirme en mi hábitat natural. Solo en esos lares podía dejar salir mi lado señora salvaje en una verdulería.
Las dos nos paseamos en cada uno de los puestos, estos se conformaban por mesas alargadas con manteles blancos, delante de estantes de maderas que contenían ejemplares expuestos a la vista; así mismo, en el centro del pabellón, se ubicaban los de remate y promocionales.
Las manos me sudaban por querer tomar a todos y llevarlos a casa conmigo.
En esos rincones, lo interesante se concebía en conocer las caras de los lectores. Desde niños entusiasmados en la sección de novelas ilustradas hasta adultos de la tercera edad, quienes hojeaban el conjunto de páginas que sostenían. La infinidad de opciones para hacerse de un nuevo amigo yacía en los aparadores, porque eso representaban los libros para mí, la oportunidad de poder vivir mil vidas.
―Que tristeza ser pobre ―le comenté a Lucía al detenernos en un mueble con los títulos populares del momento.
―Escucha, Meztli ―advirtió mientras enredaba su brazo con el mío―, algún día podrás tener tu biblioteca de ensueño. Es que al universo le encanta dar lecciones, y debemos aprender de esta situación para que cuando nos volvamos millonarias, no perdamos la humildad.
―Me encantaría creer eso, Lucía.
―Yo lo hago. Cuando tengamos cincuenta podremos reírnos del pasado desde nuestro yate a mitad del mar ―dijo y de repente, me soltó el brazo para dirigirse a una de las mesas del fondo. Lucía acogió un libro y volteó a verme emocionada. Éste era uno de los nuevos de ese año, recién publicado de una de mis autoras favoritas―. ¡Mira Meztli, ven! ―Señaló un pequeño trozo de papel que enmarcaba el precio.
Di unos cuantos pasos hasta ubicarme a un lado de ella.
―Disculpe ―se dirigió a un señor quien daba la impresión de estar a cargo del puesto.
El hombre canoso y de gran tamaño, distraído entre las hojas de un periódico, fijó su vista en mi amiga.
― ¿Este es su precio final? ―preguntó Lucía.
Quise masticar las uñas de mis manos. Esperaba que ese en realidad fuese lo que costase; así, Lucía podría prestarme la diferencia y yo se lo regresaría en casa, puesto que la mitad si la tenía disponible.