La tarde del treinta y uno de mayo quise encontrar una razón que justificase abandonar el plan y alejarme de la reja de metal que, en aquella instancia, dividía mi presente del futuro incierto. Mantenerme de pie frente a la casa de Iván, aun sin haber tocado el timbre, me confería una sensación de protección ante la volatilidad de mis propias emociones.
Pocas ocasiones había experimentado la incertidumbre infiltrarse en las fibras de mi cuerpo con tanta intensidad. Abrazadora sin tapujos. Como si se tratase de un frío invernal de diciembre, responsable de petrificarme entera y hacerme incapaz de mover alguno de mis huesos míseros.
En un susurro, murmuré palabras alentadoras hacia mi ser interior: "Basta, es suficiente. Controla los nervios, Meztli." Sin embargo, mi corazón continuaba con la amenaza de escaparse de mi pecho en un salto desbocado. El sudor formaba una segunda piel en mis palmas, y el miedo de que la sequedad en mi garganta me dejase sin voz, me invadía por completo.
Cinco meses se sentían igual a un viento ligero, pero con la fuerza suficiente de agitar mis cabellos.
Cinco meses parecían espontáneos y efímeros que se reducían a un minuto terrestre cuando volvía a verlo.
Hacía cinco meses atrás a la fecha de la fiesta, que sostuve la primer conversación de más de una hora con Iván. ¿Cómo podría olvidarla? Yo estaba en la librería de Don Miguel, encaramada en un banco para alcanzar los ejemplares del estante superior. Revisaba cada título en busca de una portada intrigante cuando una voz conocida resonó en mi pecho.
Desde mi juventud, las voces lograban adherirse a mi memoria, y pese que las personas se llevan sus voces con ellas cuando fallecen, termino por escucharlas como si mis tímpanos las almacenara en mis escondrijos.
Aquella tarde de noviembre no fue la excepción. Reconocí quién era sin necesidad de girarme, y al hacerlo, Iván me sonrió con un simple y armonioso "Hola". Le recordé: "Soy Meztli, la estudiante del tercer semestre del taller de periodismo cuando tú estabas en quinto".
No dudé sobre quién era él. Iván era el responsable de varias secciones en el periódico estudiantil y solía recomendar lecturas que yo también disfrutaba.
En lo más profundo de mi ser, sabía que, quizás, pudimos haber sido buenos amigos si el tiempo y las circunstancias hubiesen sido diferentes. Sin embargo, nunca me atreví a ir más allá de los intercambios breves sobre temas académicos.
Hoy, en la plenitud de la adultez, aún persiste en mi mente un arrepentimiento exiguo hacia mis deseos de la preparatoria. ¿Por qué me sentí insegura e incapaz de acercarme al chico que me gustaba? ¿Por qué me escondí tras la barrera de inquietudes, negándome a siquiera pronunciar palabras que no fuesen sobre temas del taller?
Quizás en mi adolescencia temía que la respuesta de Iván fuese fugaz, o al insoportable silencio de la indiferencia. ¿Qué habría ocurrido si hubiese reunido el valor suficiente para articular un simple saludo mientras estudiábamos en la misma escuela? ¿Habría despertado su interés? ¿Lo habría hecho mi novio? ¿Se habría enamorado de mi voz, de mis pensamientos?
La respuesta se presentó meses después de haber concluido mis estudios y un año de no haberlo visto. En Diciembre de 1987, posterior a haberle confirmado mi nombre, él continuó con preguntas, incluso personales. Debo reconocer que a partir de ese encuentro fortuito en aquella librería, nuestra amistad se forjó y nos convertimos en amigos inseparables. Nos reuníamos para leer, compartir libros, debatir sobre la trama de cualquier historia; por lo que mi confianza floreció como cerezos en abril, y una tarde, me atreví a hablarle de mis sentimientos respecto a él.
Iván sonrió. Un gesticular conducto de esperanza que yo esperé significara más.
Y esa tarde, yo quería que significase más.
El sonido del timbre se volvió real cuando Lucía tocó la diminuta caja blanca pegada en la pared de la entrada. Pasaron unos minutos para que una señora con uniforme de ayudante del hogar nos diera la bienvenida con una sonrisa y nos dejara pasar.
Nunca había ido a la casa de Iván.
Hasta ese día, lo único que conocía de él, además de su persona, era a su mamá por la vez que había ido a recogerlo a la librería. Por eso, al entrar Lucía y yo a la sala, donde un gran grupo de adolescentes yacían envueltos en risas, reconocí a la señora de apariencia elegante, quien estaba sumida en una conversación amena con otras dos mujeres.
―Hola Meztli ―saludó Iván en cuanto me vio―. Hola Lucía. Es agradable que ambas pudiesen venir. Invité a algunos de nuestros compañeros de la preparatoria, sin embargo, en su mayoría son de mi universidad. Vengan, las presentaré con ellos.
―Sí, gracias. Nos perdimos un rato, la calle de tu casa es confusa ―había dicho Lucía mientras caminábamos hacia el otro lado de la sala, cerca de una puerta que daba a un bonito jardín.
En un grupo de chicas, junto a la mesa donde se hallaba el pastel, divisé a Diana y a dos compañeras más: Val y Beatriz, quienes fueron sus mejores amigas y confidentes en el bachillerato. No me asombraba. A pesar de que Iván mencionó que la mayoría eran sus compañeros del nuevo nivel educativo, reconocía un par de caras más.
―Sí, nuestras visitas suelen confundirse. Es porque la calle del otro lado se llama igual con la palabra 'sur' agregada ―aclaró Iván, sonriente―. También tenemos la poniente, por si tenían dudas.
―Ten, este es tu regalo ―mencionó Lucía y le dio la bolsa colorida cuando nos detuvimos junto al cuadro en la pared, pintado por Münch, el de una mujer de cabellos rojizos con un hombre en sus piernas―. Espero te guste el aroma. Me llevó horas escoger el perfecto entre los perfumes que la señorita de la plaza puso en el mostrador. Fue difícil. Por suerte Meztli llegó al último momento y me ayudó. ¿Verdad?
― ¿Yo? ―pregunté, desconcertada.
Lucía me envió una mirada con el código de "sígueme el rollo", y reaccioné.