Con el corazón palpitante y las greñas pegadas a mi cara, consecuencia del calor, había puesto mi habitación patas arriba. Desde que llegué a casa, esa mañana, me dediqué a revisar de cajón en cajón en mi escritorio. Sin pista del libro, revoloteé las sábanas de mi cama, el cesto de la ropa sucia y el de la basura. El estante donde mis ejemplares se guardaban apilados, se convirtió en un revoltijo desorganizado, debido a que saqué cada uno por si mi mamá lo había puesto ahí, aunque ella negase haberlo visto.
― ¿Dónde estás? Por favor aparece ―le supliqué en silencio al objeto ausente. Dejé caer mi espalda sobre el suelo, cansada de la búsqueda exhaustiva. No quedaba ninguna duda, Xóchitl lo había escondido―. Kiki, responde ―le pedí a la gata que me veía con cara de pocos amigos―, ¿viste si mi hermana entró al cuarto? ¿ella se lo llevó, verdad?
La gata se acicaló la panza.
― ¡Meztli, necesito que bajes y apagues la olla de la estufa en unos diez minutos! Tu tía y yo, en un ratito, iremos con Serafina a ofrecerle perfumes.
Escuché gritar desde abajo. ― ¡Sí, cuando se vayan me avisan! ―grité de vuelta―. Ahora estoy en una crisis por perder lo más preciado ―dije para mí misma.
En el torbellino de desesperación que me envolvía, me vi obligada a desempeñar el papel de una loca. Detestaba la insistencia molesta de mi hermana, a pesar de que ella me aventajaba por varios años.
Xóchitl y yo habíamos sido inseparables desde la infancia, tan unidas que ninguna de nosotras podía enfrentarse al día sin la otra. Hasta el punto que nuestra madre nos compraba mochilas, loncheras y libretas idénticas para la escuela. Compartíamos gustos por las mismas caricaturas y disfrutábamos realizando actividades juntas, desde dramatizar a los personajes de nuestras series favoritas hasta escondernos entre los árboles del parque y simular ser piratas intrépidas en busca de tesoros enterrados.
Sin embargo, la adolescencia la alcanzó antes a ella que a mí, y nuestros intereses comenzaron a divergir. Mientras yo aún sostenía la creencia ingenua de que seríamos inseparables para siempre, mi hermana empezó a preferir la compañía de sus amistades a la nuestra. Cuando ingresó a la universidad, el peso de sus estudios en medicina la llevó al límite de su cordura. Pasaba más tiempo entre las paredes de la institución académica que en nuestro hogar, lo que dejó en mis manos la responsabilidad de ayudar a nuestra madre con el negocio familiar. No puedo negar que esa carga, a veces, me resultaba inaguantable aunque yo me esforcé en esconder aquella sensación. No obstante, mi paciencia tenía un límite, especialmente considerando que yo aún cursaba la preparatoria y buscaba emplear mis tardes libres en el estudio y la lectura.
Pero nuestra familia confiaba con toda plenitud en Xóchitl, esperanzados en que tendría un futuro brillante como doctora. Iba a ser la primera en varias generaciones en graduarse en una carrera tan exigente, por lo que mi mamá me exigía también a mí ser tan brillante como mi hermana. Sin embargo, como bien dice Benjamín Franklin: "en esta vida no hay nada seguro, excepto la muerte y los impuestos". Y así, el anuncio del embarazo de mi hermana nos sorprendió a todas. Nadie lo anticipó, ni siquiera la Señora Rosy, quien se jactaba de tener visiones clarividentes.
Y así, desde hacía dos años, tras el nacimiento de Abby, mi hermana se vio obligada a abandonar sus estudios de medicina. El muchacho que la embarazó se negó a asumir su responsabilidad, mientras él continuaba con su educación. Una injusticia que siempre me pareció difícil de aceptar. No obstante, mi madre, mi tía y mi abuelita Mariana le aseguraron que la pequeña tendría el amor y el cuidado de toda una familia, y que apenas notaría la ausencia de su padre.
Desde entonces, la jovialidad y alegría que caracterizaban a mi hermana desaparecieron por completo. Ya no era la misma que recordaba, y me demandaba a ser igual de 'madura' que ella, porque creer en sueños de amor no era más que un gasto de energía.
En el océano de tanto pensamiento, mis ojos se apagaron, y quedé dormida sobre la frialdad y firmeza del suelo, no sin antes volver a repasar mentalmente, dónde carajos había puesto ese libro.
(...)
Mi nombre entre sueños me invitó sin aspereza a despertar. Cuando volví en mí, Kiki se había ido, pero fue el olor a quemado lo que hizo que saltara en mi lugar, poniéndome de pie. Una vez abajo, vi a mi tía Hermila y a mi mamá en la cocina, en medio del catástrofe provocado por la llama de la hornilla.
―Te dije que me checaras lo de la estufa, Meztli ―dijo mi mamá mientras echaba la sopa quemada dentro de una bolsa―. ¿Qué vamos hacer? Era la entrada de la comida de mañana. Se perdió todo. ¿Qué estabas haciendo?, te dijimos que bajaras.
—Si, pero no me dijiste ahora. Siempre me dejas en la cocina cuando tú te vas a comprar o a ofrecer los perfumes, no me avisaste que bajara ya.
―Sí te dijimos, chamaca ―aseguró mi tía Hermila, quien veía con pesar el escenario.
―Me quedé dormida, tal vez por eso no escuché cuando se fueron.
―Esto es un desastre, Hermila. Demos gracias a Dios que no se incendió la cocina, hubiese sido una pérdida aún mayor.
― ¿Qué es ese olor? ―preguntó Xóchitl a la par que dejó su bolso sobre el sofá de la sala. Estaba sudada porque regresaba del trabajo.
Y me avergüenzo, porque aun cuando teníamos un problema bastante difícil, lo único que se me ocurrió fue reclamarle a mi hermana por haber tomado mi libro. Ella me miró perpleja, y juró que no sabía a qué me refería.
― ¡Tú bien sabes que siempre me los escondes, Xóchitl!
―Fueron tres veces ―corrigió―, y te los devolví. Desde temprano salí a trabajar, ¿qué voy a tener tiempo de andar con tus cosas, Meztli? Madura, ya no tenemos quince años.
― ¡Mientes! Dime dónde lo escondiste ―exigí saber.
―Madura ―repitió ella.
― ¿Madurar? ¿Cómo tú? Tienes la vida menos controlada que la mía, así que no me digas que 'madure'. Eres una insoportable, y siempre te metes conmigo y mis gustos. ¿Adivina qué? Que mis intereses no sean iguales a los tuyos no me hace menos madura.