El domingo doce de junio transcurrió como una jornada interminable lejos de mi hogar. Desde las primeras horas del amanecer, los aspirantes a ser los nuevos universitarios de 1988 nos congregamos en la espera de ingresar a la escuela donde realizaríamos el examen de admisión. A las ocho en punto, las puertas se abrieron. Cuatro horas posteriores, un sentimiento de alivio se apoderó de mí, como si una pesada carga se hubiese levantado de mis hombros.
Al estar familiarizada con los temas a resolver, la seguridad y confianza me sostuvieron la mano el rato de responder cada una de las preguntas.
Esa tarde almorcé una orden de tacos, de pie junto a otras personas que oscilaban ser trabajadores y estudiantes de la zona. Quería hacerme de cualquier excusa barata para tomarme más tiempo fuera de casa. Me cuestioné, ¿cuántas veces había discutido con mi mamá? pero la verdadera interrogante se ocultaba tras otra: ¿cuántas veces habíamos enfrentado nuestras diferencias como lo hicimos hacía una semana atrás?
Durante los siete días, me había limitado a hablarle, y ella de igual modo lo hizo. Nuestras cortas conversaciones se centraban en los pedidos, las cuentas y las compras, puesto que ninguna tuvo la intención de arreglar la situación. En las cenas, el único momento donde compartíamos la mesa, solo se escuchan el sonar de los cubiertos y platos. Mi tía Hermila intentaba avivar el ambiente con preguntarnos sobre cualquier tema que se le viniese a la cabeza: que sí habíamos escuchado sobre el pleito de los vecinos, o sobre nuestras hipótesis de lo que pasaría en el siguiente capítulo de la telenovela en emisión.
Ninguna respondía más allá de ciertas palabras.
Aquella semana, también me había topado con Samuel unas cuatro veces y había sido lo suficientemente hábil en evitarlo. Quizás, a esas alturas, ya se había hecho una idea errónea de mí.
Ratera. Imprudente. Inmoral.
En mi defensa, quise explicarle las razones por las cuales no pude llevarle el libro, pero me moría de pena en contarle sobre la discusión con mi mamá.
Poco después ese mismo día, elegí adentrarme a mi lugar favorito: La librería de Don Miguel, que para mí fortuna, cerraba hasta las nueve de la noche. Platiqué con el señor, y después de hacerle saber cómo me fue en el examen, le ayudé a acomodar lo que sea que lo apresuraba. Todavía, al mirar atrás, lo recuerdo con cariño.
Don Miguel, un hombre de setenta y ocho años, cumplió lo que muchos lectores querríamos. Hacerse de su propia librería.
Él me confió que desde temprana edad había hallado lo emocionante de la experiencia humana en el arte de la lectura. Leía libro tras libro, con la intención de conocer un sinfín de historias que le ayudasen a sobrevivir su dura adolescencia, puesto que en aquella etapa de su vida, él tuvo que ayudar a sus padres con el trabajo de limpiabotas. Me contó que las tardes se le iban en la espera de un par de zapatos ansiosos de ser lustrados, y eran esas horas, las que él aprovechaba para abismarse entre las letras de un libro.
Años posteriores, Don Miguel se percató de la cantidad insumable de ejemplares que adornaban las paredes de su casa, sobre los estantes de madera, tanto, que apenas podía caminar entre las páginas encuadernadas. Por lo que su esposa le dio la idea de compartir sus lecturas con amigos, que luego se extendió a personas extrañas que lo veían leer en la mesa que sacaba en la banqueta. En el transcurso de los años la librería fue tomando una forma más oficial. Registró la marca de su empresa, se aleó con editoriales y a veces lo incluían en las ferias locales de la ciudad.
―Un día sientes la juventud albergarte el alma y al siguiente, cuando te miras en el espejo, un montón de arrugas son lo que adornan a tu rostro, donde lo único que reconoces de ti mismo, son los ojos ―había dicho una tarde cuando Lucía y yo le ayudábamos a reacomodar los muebles de su tienda porque, según él, ya estaba demasiado viejo para cargar las cajas pesadas y subirse en el banco.
Puedo aseverar que mis mejores lecturas fueron recomendaciones de aquel señor, quien hoy en el presente descansa en paz, en el cielo infinito, pero que indudablemente me dejó más de una enseñanza.
―Mira, Meztli. ―Me señaló el ejemplar con una mujer rubia en la portada, titulado 'A la mañana siguiente'―. Léete este. La intriga es el fuerte de la escritora, y el final va a sorprenderte. La vibra del suspenso es similar a la visión de Hitchcock.
― ¿De verdad?
El hombre dijo que sí con la cabeza. ―De mis favoritos este año.
―Gracias, Don Miguel.
Él asintió. ―Cuando lo termines ya podremos discutirlo.
Al poco rato, me hallaba sentada en el sofá del fondo, en donde podíamos detenernos a leer si queríamos, y pese a que mi concentración la poseía el libro, escuchar la voz de Iván me hizo saltar en mi propio asiento. Lo ví a lo lejos. Estaba junto a Diana en el mostrador del señor Miguel. Busqué un punto donde esconderme y así no enfrentarme a ellos. Guardé en mi bolsa el libro que Don Miguel me prestó, y tuve que arrastrarme con las rodillas hasta dar al lado izquierdo del pasillo. Un señor me dedicó una mirada confundida, y le hice una señal para que se callara y me ignorara.
Al ver a Iván y a su novia caminar para atrás, salí disparada hacia la puerta, no sin antes despedirme de rápido del dueño de la librería.
Un suspiro de alivio evoqué de mi ser cuando sentí la victoria.
De todos modos, era hora de regresar a casa. Puse mi bolsa en la canastilla del manubrio y subí a mi bicicleta.
Yo sabía que ignorar a Iván por los siglos de los siglos era una tontería, ya que ambos vivíamos en San Miguel, y frecuentábamos las mismas tiendas. Aun así, quería disfrutar lo que sea que durase el poder alejarme de él.
Sin embargo, para mí desgracia, el disfrute de la victoria duró poco, porque al ir sumergida en mis pensamientos, la llanta de la bicicleta se atoró con una piedra enorme y salí volando. Un grito escapó de mis labios al sentir el impacto contra el suelo duro. Las palmas de mis manos ardían. Con lágrimas en los ojos, traté de levantarme, pero una punzada aguda en la rodilla me lo impidió.