A las seis de la tarde, Don Evelio cerraba su local, justo cuando el sol comenzaba a esconderse tras las montañas, tiñendo el cielo con tonos naranjados.
Las rejas de madera quedaron vacías, apenas con unas cuantas verduras frescas restantes. Esa tarde, debido al proyecto, la cortina metálica se mantuvo abierta. Felipe, Lucía, Samuel y yo reorganizamos los productos, trayendo los del fondo hacia los estantes del frente para evitar que pareciera vacío en la filmación.
Una vez todo quedó listo, Felipe colocó una silla de madera afuera, frente a la fachada del minisúper donde se mostraba el nombre. Lucía ajustó la cámara en el trípode y Samuel midió la distancia del micrófono sobre la silla. En ese momento, me pregunté si mi presencia realmente aportaba algo. Era como si en mis días de ausencia, ellos hubiesen encontrado un mejor ritmo sin mí.
La tarde avanzó lento. Miré mis tenis mugrosos mientras los demás se organizaban. Lucía le negó la cabeza en desaprobación a Felipe para mover la silla a la derecha. Explicó que el encuadre de la toma se apreciaría aún más si se dejaba un espacio considerable entre la fachada del local y el señor. Sin ponerse de acuerdo, los dos entraron en una discusión para defender su punto.
Samuel dejó sobre el suelo el micrófono y entró en la conversación. ―Tengo una idea ―les anunció.
Mis amigos lo miraron atentos.
Samuel dijo un par de cosas, señaló la cámara y la fachada de la tienda.
Lo admiré de lejos. Se veía confiado dentro de aquel overol desabrochado. Sus risos se movían a la par del viento y los hoyuelos extendieron la sonrisa de su rostro. Durante todo el lapso que habló sin detenerse, me tuvo cautivada como una espectadora en trance, admirando no solo su habilidad para liderar sino también su carisma natural.
Mientras esperé las indicaciones, recordé nuestra conversación de la noche anterior.
¿La habría considerado inolvidable como yo? ¿Le agradé lo suficiente para querer convertirse en uno de mis amigos? Quise volver a hablar con él. A solas. Siendo una egoísta sin reservas. Quise que alrededor desapareciera o se paralizara, y sólo los cuerpos de Samuel y el mío fuesen los únicos en moverse. Dos pulpos a mitad del mar. Un pez payaso y una anémona en simbiosis. Él me contaría sobre su abuelito, el proceso de empezar a vivir sin él, y yo lo escucharía mientras vería el par de labios rosáceos abrirse y cerrarse, mostrando de vez en cuando la hilera de dientes blancos.
―Lucía, siéntate en la silla ―le pidió Samuel con familiaridad.
Mi amiga lo miró desconfiada, pero hizo caso a la indicación.
Felipe, por su parte, agarró el micrófono de cañón.
Como un experto, Samuel movió algunos botones de la cámara. Miró concentrado a través del visor y tras hacer una mueca de disgusto, volteó a verme, expectante. ― ¿Te parece que está bien así?
Parpadeé varias veces confundida.
Samuel sonrió y señaló la cámara.
No le respondí. Tuve que inclinarme levemente hacia abajo para poder observar mediante el visor extendido.
El acercamiento de nuestros cuerpos se hizo presente. Mi corazón comenzó a latir tan rápido como si estuviese en un maratón. Entonces me recordé que no debía involucrarme con ningún chico de manera romántica hasta los veintitrés.
―Podríamos enfocarlo desde un plano medio corto, así Don Evelio es el protagonista, pero también mostramos el local al fondo de la toma. ―Intenté hacer zoom a la cámara.
―Debes hacerlo lento. ―Puntualizó él y la yema de sus dedos se pasearon por encima de mis uñas. Hizo presión en el lado del botón de acercamiento. Noté a la silla acercarse lo suficiente para dejarlo como yo lo quería.
―Ya está ―le dije y busqué espacio entre los dos, a causa de la incomodidad surgida en la interacción.
Desconocí la razón. Quería su cercanía, pero al mismo tiempo, mantenerlo distante. Era un dilema insufrible, imposible de resolver. Conocía el riesgo de una proximidad demasiado íntima, y buscaba evitar cualquier contacto que pudiese reavivar brasas de cenizas extinguidas.
Un rato después, los cuatros tuvimos tareas asignadas. Don Evelio fue amable. Se veía contento de participar en el proyecto luego de haberse negado anteriormente. Quizás valoraba poco su historia. Lucía le pidió al señor sentarse en la silla, Felipe le ayudó a acomodarse la ropa y le echó medio envase de gel en los cabellos. Samuel movía un estante de atrás y yo sostuve el micrófono.
Don Evelio, arreglado, dejaba muy poco de la apariencia zarrapastrosa del diario. Se peinó la barba, los cabellos grises, y una camiseta formal reemplazó su playera blanca con el mandil de hule que le evitaba ser cubierto de sangre de los pollos.
―El que persevera alcanza. Yo apenas terminé la primaria, pero eso sí, fui hábil con los números. Esto que ven atrás empezó con una carretilla. ―El hombre señaló su local―. A las siete de la mañana mi hermano y yo salíamos con bolsas de apio, tomates, cebollines, nopales y demás verduras. Mi padre nos decía: y no vuelvan hasta vendan la última. Ya se imaginarán el estrés para unos niños cohibidos, ajenos del mundo laboral. El día uno, regresamos hasta las diez de la noche con la carretilla llena. Mi padre nos dio una chinguiza por ser requeté pendejos. Al otro día, a las once. Al otro a las doce. Cada noche unos cinturonazos nos daban la bienvenida. Una noche, cansado de recibir tanto madrazo, supe que debía pensar en estrategias para vender o me quedaría sin piernas y sin comer.
Los cuatros nos mostramos ansiosos de escuchar la historia completa de Don Evelio.
―Había un cabrón del mercado que a las tres de la tarde recogía sus cosas y vendía hasta el último cebollín de su tienda. Lo estudié una semana. Su voz se convertía en otra. Le hablaba personalmente a cada gente que pasaba frente a él: pásele güerita, pásele güerito, pásele jefe, ¿qué le damos? ¿con qué le ayudamos? ¿Ya tiene los chiles para su caldo de zorra?, y los guiaba al interior para hacer la venta.