Era de esperarse que las avenidas estuviesen conglomeradas de gente. El desfile de los locos desde aquel entonces, ya era una festividad esperada por la gran mayoría de los habitantes de San Miguel. Disfraces coloridos, música alegre, comida típica, entre otras cosas. A mí me gustaba lo que representaba. La esperanza de los corazones radiantes. Una fecha que pese a los problemas que todos podemos poseer en casa o personales, por un día, podían estar guardados en el cajón de lo olvidado.
La actividad que más resaltaba de aquella festividad era el disfrazarse de algún personaje de la tele, del cine o algún político. Para ello, quienes gustaban ser parte de ello, podían elaborar sus trajes de cualquier tipo de materiales: trapos, ropa vieja, cartón, plástico. Todo era válido mientras que el resultado les diera un disfraz extravagante y divertido.
Con la existencia de diversos patrocinadores, había diferentes grupos que conformaban la caravana del desfile. Podíamos encontrar
personas bajo botargas de un estilo como otra cultura, ya sea egipcia o japonesa, ó, las famosas mojigangas.
A las mojigangas las recuerdo como grandes muñecos o marionetas. Buscaban representar figuras fantásticas, animales, personajes históricos o caricaturas de personas famosas. Las elaboraban, principalmente, con papel maché, y aun se caracterizan por ser coloridas y llamativas. Hoy por hoy, las considero como una manifestación artística y cultural que logran combinar elementos de tradición popular y arte visual. En el caso de la mamá de Lucía, como estaba inscrita en el gran concurso, la suya sería presentada al final del corrido en el evento donde, año tras años, daban a conocer a los mejores.
Algunas botargas empezaron a acomodarse en las filas. Las familias se dispersaron a los lados, dejando espacio en el centro de las calles, y las camionetas cargadas de bocinas, encabezaron las hileras de los participantes.
Yo me encontraba subida en una banca junto a Samuel, esperando encontrarnos a Felipe entre la multitud.
―Podría beber esto hasta el final de mis días sin aburrirme, Meztli ―confesó Samuel mientras se limpiaba los labios.
― ¿Cómo puede gustarte tanto? ―le pregunté con fingida cara de asco. Repudiaba ese sabor aunque cautivaba a más de uno.
―Ahora entiendo por qué la amaban más que el pulque y el mezcal.
― ¿Pulque?
―Sí. La bebida que se hace con la fermentación del aguamiel, ¿la has probado?
Le dije que no con la cabeza, si apartar la vista del tumulto de personas. ―Suena asqueroso. Seguramente nadie bebe eso, Samuel.
―De hecho, en la antigüedad, era considerado una bebida sagrada, y lo consumían principalmente las clases sacerdotales y nobles.
―Entonces debió valer una fortuna ―repuse condescendiente.
La noche anterior a aquel día, nos habíamos reunido en la casa de Lucía para ayudar a su mamá a terminar los últimos arreglos que le faltaban a la mojiganga y también en hacer los tortas que aportarían a la kermés. El plan quedó en que Lucía y su familia llegarían desde temprano en la camioneta y se establecerían en el quinto puesto bajo las carpas, especialmente, para la gente que llevaría la comida de la venta.
Para las nueve de la mañana todavía Felipe no llegaba. Yo le había propuesto a Samuel vernos afuera del súper de Don Evelio e irnos juntos hasta el puesto de Lucía; sin embargo, no pensé en que él estaría fascinado con la vista y que compraría cada cosa o comida que le ofrecieran en el camino.
― ¿Quieres un poco? ―ofreció, apuntándome el vaso mientras me mostraba la hilera de dientes blancos manchados de residuos rojos―. Puedes beber del otro lado del popote.
―Paso. Igual, gracias.
― ¿Hasta cuándo estaremos aquí arriba? ―preguntó a la par que agarraba su cabeza―. Creo que estoy empezando a marearme.
― ¿Es en serio o una broma? ―quise saber, alarmada. Lo cierto era que la bebida solo tenía un poco de alcohol; sin embargo, para alguien que no estuviese acostumbrado, por supuesto que podía ponerlo mal.
―No debí tomar colonche, Meztli.
―Te lo dije. ―Lo agarré de la mano y nos hice bajarnos de la banca. Como si se tratase de un océano, fui abriéndonos paso entre el granero de gente que no dejaba de ir de un lado a otro. El ruido comenzaba a ser incómodo. Las personas sudadas. Los disfraces con texturas rasposas. Tuve que sujetar fuerte a Samuel. Iba a ser un peligro si lo dejaba a mitad de la nada porque sería difícil para él localizarnos a la hora del inicio del desfile.
Cuando nos encontramos a Felipe estábamos cerca del local de Lucía. Nos acercamos a ella y la saludamos al igual que a sus papás, a la vecina que había hecho el cuerpo de la mojiganga, y a su primo quien sería el encargado de mover a la muñeca.
La señora Ramos de verdad se había esforzado en diseñar un vestido hermoso color blanco. La muñeca gigante presumía de un par de pestañas largas, mejillas ruborizadas y accesorios; además de portar la ropa en conjunto a la diadema de flores.
― ¿En qué más podemos ayudarla, señora Ramos? ―le pregunté, gritando, ya que la música acaparaba el espacio sonoro.
―Por favor, vayan poniendo los tortas en las charolas sobre la mesa. Abajo están los vasos. Los utilizaremos en la venta de las aguas frescas.
― ¿Son estos? ―preguntó Samuel, sacando una caja guardada debajo de la tabla de la mesa.
―Sí, esos son ―le respondí, asintiendo.
Samuel me extendió los vasos y los coloqué a un lado de los vitroleros de cristal.
―Como me encantan estas fiestas ―dijo Felipe, emocionado―. Lo único bueno de mi miserable existencia. Deberían hacerlas más seguido.
Samuel observó con curiosidad el bullicio y la energía vibrante de la fiesta. ―Es fascinante ―murmuró para sí mismo, aunque lo suficientemente alto como para que lo escuchemos―. Nunca había presenciado una celebración como esta. La danza y la música son simplemente extraordinarias. ―Levantó la mirada hacia Felipe, quien parecía disfrutar de un pambazo con entusiasmo contagioso. ― ¿Qué otras actividades forman parte de la celebración? ―le preguntó con su habitual tono de voz sereno, pero con un deje de genuina curiosidad.