Aquella noche fue distinta al resto de las otras noches. La feria que acompañaba nuestra festividad había puesto sus instalaciones cerca de la catedral. Cuando menciono feria no me refiero a la cantidad insumable de juegos mecánicos coloridos y figurativos que pudieras imaginarte, sino una mediana rueda de la fortuna situada al centro de las carpas donde las personas vendían comidas y dulces, y donde también, colocaban actividades recreativas como dardos, tiro al blanco, atrapa al pato, enrosca la botella, entre otros.
Poco después de comer en el quiosco, los chicos y yo decidimos quedarnos a la hora en que prendían los juegos, puesto que nada más iban a quedarse dos días especiales. Felipe nos convenció de jugar una partida de dardos. Él era pésimo. Nunca acertaba a nada. Más bien, gastaba el dinero solo para querer demostrarse que podía hacerlo, pero la suerte jamás lo respaldó. En su lugar, Lucía atinó al centro de la diana en los tres tiros y ganó un peluche enorme de estrella.
― ¿Quieres jugar? ―preguntó ella, refiriéndose a Samuel.
Él asintió emocionado. Sacó un par de monedas de su mochila y le pagó al hombre antes de pasar a reventar los globos amarillos, colgados en los tornillos de la pared del frente. Los dos primeros no contenían ningún papel, sin embargo, el tercero le dio un vaso con brillantina de regalo. Samuel estiró el brazo, victorioso.
―Sorprendente. Y Felipe decía que era una estafa ―dijo Lucía, elevando las cejas.
― ¿De todos quienes pasaron solo un globo es ganador? ―inquirió Felipe, malhumorado―. Lo sostengo, es estafa.
― ¿A qué otra cosa jugamos? ―pregunté mientras caminábamos.
El fresco había aumentado y yo no llevaba el suéter conmigo. La piel se me puso de gallina al sentir una ráfaga fría pasarme entre mis extremidades, tuve que abrazarme a mí misma, cruzando los brazos en mi pecho.
Felipe y Lucía siguieron avanzando. Los dos intercambiaron palomitas y chicharrones que habían comprado anteriormente. Samuel caminaba junto a mí, pero concentrado en beberse el raspado de cereza con el popote delgado que no permitía traspasar el líquido a gusto, debido a los grumos de hielos.
―No lo entiendo ―decía Samuel mientras frunció el ceño, confundido―. ¿Por qué entonces lo nombran 'Ponle la cola al burro', si es un elefante? Lo único que comparten, quizás sea el color grisáceo y que son herbívoros.
Lucía empezó a carcajearse. ―Es que el neón debió costarles una millonada ―dijo, refiriéndose al título gigante del juego que deslumbraba a quien pasase cerca desde las alturas―. ¿Qué más da, Samu? Es una cola. No importa si hay que ponérsela al burro, caballo, león o al elefante. ¿Quién se fija en la diferencia?
―Si le das tantas vueltas al asunto no llegarás a ninguna conclusión, Samuel ―le dije, sonriendo―. A veces anuncian a la mujer cocodrilo, pasas a la alcoba, y es la mujer sirena. Esta gente no entiende de diferencias de animales o seres mitológicos.
―Pero, ¿cómo es posible que tengan a una mujer cocodrilo?
― ¡Chicos, miren! ―gritó Felipe, emocionado. Llegó corriendo hacia nosotros con un par de dulces de algodón en cada mano―. Existe una versión mejorada de mi golosina favorita. Éste. ―Sacudió el de color morado―. ¿Lo observan? ¿Tiene algo de diferente? ¿no, verdad? Es común, como los demás. Lo encuentras en cualquier puesto de la feria, pero éste. ―Sacudió el azul―. Por cinco centavos más, está repleto de chispas y brillantina. En realidad, cuesta diez centavos más, pero al ser el último, el hombre lo remató.
― ¿Te refieres a ese algodón brillante que lo venden ahí por tres centavos más caro? ―Señalé el conjunto de golosinas coloridas, atoradas en un palo que una mujer sostenía en el hombro.
―Fui estafado, ¿verdad?
―Felipe, das pena ―decretó Lucía. Luego tomó a Samuel de la mano y lo arrastró por el camino libre―. A ti te enseñaré qué puedes ganar con encestar una pelota dentro de una cubeta. Cien por ciento que ganas.
Al principio no lo noté. Fue casi imperceptible.
―Ni aunque me pagaran diez mil pesos entraría a un recorrido del terror ―comentó Felipe a las afueras de la fachada de la casa terrorífica pintada de negro―. ¿Acaso no han visto Funhouse?
La nueva atracción de aquella noche fue la habitación del terror. Dos contenedores unidos transformaban una casa móvil diseñada para asustar a cualquiera que se atreviese a entrar. Los muñecos mecánicos del exterior, reían y hacían movimientos bruscos cuando alguien pasaba cerca de ellos.
El boleto tenía un costo accesible; sin embargo, la mayoría de los entrantes eran universitarios, y pese a que los niños suplicaban a sus padres por conocer la experiencia, la petición de una identificación oficial de mayoría de edad se los impedía. Felipe no entró. Samuel, Lucía y yo sí lo hicimos.
La peor inversión de dinero que pudimos cometer. Los muñecos del interior salieron antes de los gritos emitidos en las bocinas. La cabeza del monstruo de Frankenstein cayó a los pies del grupo de personas que iba adelante de nosotros. A la bruja que volaba en el techo se le notaban los cables mal puestos debajo del vestido manchado con lo que quizás era cátsup.
Tal vez el mayor atributo se centraba en las personas disfrazadas que saltaban de cajas enormes y hacían señales de 'voy a matarlos' o 'están muertos'. Fue difícil interpretar el mensaje considerando que la luz provenía de un foco que prendía y apagaba.
― ¿Quieres saber un secreto? ―me preguntó Samuel en un susurro, expectativo, quizás, a una respuesta positiva de mi parte.
Yo asentí sin nada que perder. Quise exclamarle, «dime lo que sea que quieras. Mis oídos están dispuestos a escucharte cada que lo desees».
Samuel inclinó su cabeza, y aun con el ambiente aterrador, diseñado para espantar a cualquier samaritano, fue impresionante cómo su breve cercanía, y el sentir su aliento pegado a mi oreja, hizo que me estremeciera en menos de un segundo. ¿Qué había sido eso? ¿Por qué me gustaba la sensación? Debía recordarme que no me enamoraría de nadie hasta los veinti dos años.