Mi tía Hermila aguardó en el corredor con una impaciencia evidente, como si su sola presencia hubiese podido avanzar el tiempo. Ni siquiera un huracán de categoría cinco pudo haberla movido de la reja que daba a la calle. Antes de ese día, la rutina de Jorgito repartiendo los periódicos a primera hora de la mañana era tan insignificante como un grano de arena en una playa desierta. Pero aquel día fue diferente. Los nombres de los estudiantes aceptados en la universidad se publicarían, y para quienes nos interesaba la respuesta, igualaba a un evento de suma trascendencia que podía igualar a los resultados de un mundial.
Mi madre y yo escuchamos a la tía Hermila regañar a Jorgito por su demora. En un abrir y cerrar de ojos, ella sacudió sus chanclas sobre la alfombra de la entrada, y se dirigió hacia la sala. Allí, las hojas del periódico se desplegaron a la par que las tres escogimos distintas secciones para encontrar las listas. Con el corazón en un frenesí de anticipación, pasé a la quinta página donde las listas de resultados cubrían la página. La numeración se repetía en cada de las carreras: licenciatura, ingeniería, comercio exterior y comunicación. Pude sentir la ansiedad acumulada en la punta de mis dedos, mientras los nombres se deslizaban ante mis ojos en la búsqueda del mío.
―No me encuentro. Alguna hágalo por mí.
―Presta para acá ―dijo mi tía Hermila al tiempo que me sacó el periódico de las manos y lo extendió delante de ella y de mi mamá.
Mientras sus ojos iban en bajada, en la búsqueda de mi nombre entre tantos, le rogué a Dios que por favor estuviese de mi lado. Recordé el temor del año anterior. Nadie quiere una respuesta negativa a cambio, más si de esa respuesta depende el futuro de una joven que aspirada a demasiado; sin embargo, las novedades de aquella vez, habían sido negativas con respecto a nuestras expectativas, por lo que los meses siguientes, el empeño que puse en estudiar fue el triple de lo que esperaba a hacer.
La inseguridad de qué estudiar sí que me acalambraba. Fui honesta con Samuel aquella ocasión. Hasta ese momento yo en serio no estaba del todo segura, incluso puedo atreverme a confirmar que, en la espera de los resultados tampoco lo estuve; sin embargo, el rechazo dolía de sobremanera. Mi pecho sufrió un ahogamiento, pese a que mi mamá y mi tía Hermila, dejaron ver una faceta bastante positiva.
―Lo volverás a intentar el año que viene.
Juro que sentí la parálisis de mi corazón ante las palabras de mi mamá, quien, en ese instante, tenía un semblante de incredulidad; mi tía Hermila negó varias veces con un movimiento leve de cabeza.
Arrebatarles el periódico fue agresivo, pero necesitaba mirar por mi propia cuenta la respuesta. Sin pensarlo, busqué mi nombre en la larga lista de aspirantes.
―Subiste veinte lugares Meztli ―resaltó mi mamá como si eso fuese consolador―. Si nos esperamos, tal vez por corrimiento puedas tener derecho a inscripción.
―Hay treinta números antes que yo, va a ser difícil ―dije en un murmuro, tratando de esconder la desesperación que comenzó a formarse en mi garganta.
― ¿Y? El año pasado varios no se inscribieron porque quedaron en otra universidad ―comentó mi tía Hermila.
―No te desanimes, Meztli. Nosotras somos testigo del esfuerzo que pusiste en estudiar ―dijo mamá y caminó a la cocina―. Bien sabes que muchos entran porque pagan esos cursos carísimos que les garantizan la inscripción y, otros tienen conexiones.
Mi tía Hermila agarró el periódico y lo hizo bola. ―El hijo de Carlos esperó tres años para poder estudiarse la ingeniería, y míralo ahora, viviendo en los Estados Unidos con tantas casas y carros.
Hoy, en retrospectiva, puedo quitarle peso de importancia a aquella situación. Si miro atrás, desde el lugar en el que me encuentro ahora, es verdad que lo percibí más grave de lo que realmente significaba dentro de mi contexto, por supuesto. Reconozco que fui afortunada. Mi mamá siempre fue el tipo de madre que apoya a sus hijos a pesar de la gravedad de lo que representase el asunto. Recuerdo muy pocos casos en los que ella nos había gritado a Xóchitl o a mí. Por ese motivo, creo que preferíamos dejar de hablarnos unos días y así tranquilizar los mares peligrosos dentro de nosotras, a entrar en una discusión altisonante.
Sentada en la silla del comedor, dejé caer mi cabeza sobre la madera firme de la mesa. ¿Qué podía hacer? Yo de verdad creía, corrijo, poseía una seguridad innegable de que me aceptarían en la universidad. Hasta la Señora Rosy se había encargado de echarme lociones de mil aromas al igual que pasarme ramas que limpian las malas energías.
Aquel día, más tarde, intenté que las horas transcurriesen como la normalidad demandaba. Las seis del reloj dejaba ver el sol escondiéndose. Repartí pedidos de comida e hice pendientes de algunos vecinos porque eso se traducía en dinerito extra que apuntaba a necesitar en los meses próximos.
«¿Qué iba a ser de mí?»
La pregunta arribó sin permiso. Un año anterior a ese fue caótico. Tras haber concluido mis estudios en la preparatoria, estaba emocionada de entrar a la siguiente etapa estudiantil porque lo tenía planeado: comenzaría a los dieciocho y saldría a los veintidós. Además, que tres de mis amigas del curso, también aplicarían a la misma carrera que yo. Cuando recibí la noticia fatal que fui rechazada, vi el mundo caerse a pedazos. Como si el pípila hubiese reencarnado en mí y tuviese que cargar una piedra pesada a mis espaldas para prenderle fuego a las puertas que darían pie a la fase universitaria, pero con la fortuna amarga de ser capturada a mitad del camino y así, todos mis anhelos fuesen encerrados en una jaula de lamentos.
Ahora, la historia se repetía. Mamá y mi tía Hermila podían fingir la tranquilidad de aquella manera convincente; sin embargo, supe en el fondo que, al igual que yo, la decepción les había carcomido la mente como si fuese un grupo de termitas hambrientas comiéndose aquel ropero viejo, tan amado, que mi abuelita Mariana nos había dejado.