En cada uno de mis cumpleaños, mi abuelita Mariana acostumbraba hacerme una tarta de galletas. La noche antes hervía la leche con la piel de limón y ramas de canela, para que el sabor se intensificara. El siguiente paso, el día de la preparación, era poner poquita agua a calentar en un cazo bajo fuego, y una vez, a la temperatura adecuada, dejar caer los pequeños trozos de chocolate, previamente partidos.
Mi abuelita Mariana le decía a mi mamá que no se preocupara en gastar los pocos pesos sobrantes de la quincena en un ostentoso pastel, si bien ella podía preparar un postre delicioso con la ayuda de Xóchitl y mía. Como no contábamos con un horno propio servible, mi abuelita pensó en hacer una tarta que, muchísimos años atrás, había escrito en su libro de recetas, herencia de mi tatarabuela.
Descalzas y en pijamas, mi hermana y yo, revolvíamos la mantequilla con el azúcar en un bowl hasta que la consistencia se pusiera cremosa. Una vez el chocolate fundido, mi abuelita Mariana le rociaba una pisca de vainilla, revolvía, echaba más azúcar y lo juntaba con la crema de mantequilla. Mientras Xóchitl y yo remojábamos las galletas en la leche, nuestra tita, sin dejar de mover lo de la olla en la lumbre, añadía dos yemas separadas de las claras, y removía para integrarlo bien en el chocolate.
Para montar la tarta completa, en un recipiente rectangular de vidrio, lo forrábamos con papel de hornear e íbamos cubriéndolo con una hilera de galletas humedecidas por la leche, después, le poníamos una capa de crema de chocolate, hasta repetir los pasos cuatro veces, y a lo último, meterlo en el refrigerador.
Simples pasos que habían pasado de la tatarabuela hasta mí.
Y es que, a menudo, pensamos que cuando las personas mueren dejan de existir. Desaparecen sin más. En un instante están y luego ya no, dejando un asiento vacío en la mesa de las reuniones familiares y en nuestro entorno.
Lo que puedo decir es que mi proceso de conocer a la muerte fue raro. La primera vida cercana que vi partir fue nuestro compañero canino, quien estuvo a nuestro lado hasta su aniversario dieciocho. La segunda vida fue un pollito pintado de verde que al cuarto día de tenerlo conmigo, amaneció tieso. La tercera vida, la más dolorosa, pese a que pudo hablarme y prometerme que nos reuniríamos más adelante, se trató de mi abuelita Mariana. Su muerte se sintió como si un eclipse total hubiese oscurecido mi alma y que, me hizo conocer el verdadero dolor que causa el perder a alguien que amas.
Cuando ella partió odié a Dios. Odié seguir con vida. Quise regalarle mi corazón para que ella se quedara, aunque yo tuviese que irme. ¿Qué sentido tenía acumular años, experiencias, memorias, si al final todo se desvanecía? ¿Qué podía consolarme cuando el consuelo mismo parecía una palabra sin sentido? Y es que, ¿cuál era la gracia de vivir noventa años para después marcharnos sin retorno? ¿Podría ella escucharme sin estar presente? ¿Podría sentirla sin abrazar la calidez de su cuerpo?
Las únicas preguntas con una respuesta concisa fueron las últimas dos, y se resumió en una palabra: No.
Sin embargo, mamá me ayudó a entender que si yo pensaba resolver el misterio de la existencia y la muerte, me preparara en perder la cordura y mis mejores años. Tras varios meses, aprendí que lo mejor sería la aceptación porque mi abuelita Mariana no había dejado de existir, solo ya no se encontraba en el mismo plano físico en el que los demás nos quedábamos. Sus refranes, su visión, sus recetas, sus modismos, vivían y vivirían en mí.
A las ocho de la mañana terminé de preparar la tarta de galletas. A las once estaba apurada, peinándome los cabellos y arreglándome. Mi abuelita Olivia solía llegar acompañada de mi tía Genoveva, mi tío y mis primas, a eso de la una.
Cuando estuve lista, bajé a la sala y hallé a mi tía Hermila metiendo sus cosas en el morral, lista para marcharse a la casa de la señora Rosy. Le pregunté si prefería quedarse esa ocasión en acompañarnos y ella respondió:
―Estoy vieja, no pendeja. A Olivia solo la aguantan ustedes. ―Se colgó el morral en el hombro―. No te preocupes, mija, mañana Rosario y yo te celebramos.
―Sí, tía, vaya con cuidado.
Al cuarto para la una, a mi mamá le sudaban las manos. Se dio un repaso en el espejo de la sala y acomodó los holanes blancos resaltados en el cuello de su bonito vestido verde. Me preguntó si el maquillaje se le veía natural y si las cejas le quedaron derechas. Estaba nerviosa, siempre se ponía así cuando la abuela Olivia nos visitaba cada año. Su relación de madre e hija no era la mejor, ni tampoco podía presumirse como la menos tóxica del condado. Con regularidad tenían sus roces. Mi abuelita Olivia acostumbraba llamarnos, ya que ella vivía en el Distrito Federal, y mis cumpleaños le parecían la mejor fecha para reunirnos.
Los toques en la puerta nos anunciaron su llegada. Recibimos a los cinco con un par de besos y abrazos previo a invitarlos a sentarse en los muebles de la sala. Mi tía Genoveva no me desagradaba, pero tampoco tenía el título de una de mis personas favoritas. Hacía caras extrañas cada que le daba un repaso a nuestra casa, como si fuese un lugar sucio o poco digno de contar con su presencia. Entre ella y mi mamá habían cuatro años de diferencia, no obstante, aunque mi mamá fuese la mayor, lucía más joven.
Mi tía decía que construir una torre de éxitos podía consumirte por completo, ya que el sueño apenas te vería la cara. Por su parte, mi tío Orlando, esposo de Genoveva, trabajaba de maestro de preparatoria.
Mientras el arroz quedaba, el mole reposó dentro de una cazuela de barro en el centro de la mesa. Los vasos, platos y cubiertos se exponían acomodados en cada lugar que sería ocupado más adelante por nosotros.
En la sala, mi mamá conversaba con su hermana, mi abuelita y su cuñado. En mi recámara, mis dos primas y yo esperábamos a ser llamadas para iniciar con el almuerzo. A Elvia, mi prima mayor por un año, la recuerdo como una mano larga. Me disgustaba invitarla a subir porque agarraba mis libros, los desorganizaba y ni siquiera mostraba interés en leer alguno o tomaba las pulseras que hacía, y se adueñaba de unas cuantas. Silvia, la menor, se comportaba. Al contrario de su hermana, la tranquilidad le caracterizaba la personalidad.