Cuando las malas noticias llaman a la puerta de nuestros hogares, nos enfrentamos a dos caminos divergentes: el primero viene ligado a la rendición. Es el minuto en que aceptamos la derrota. Permitimos que el dolor envuelva cada parte de nosotros y nos arrastre hacia la abrumadora sensación de impotencia. En ese instante, podemos sumergirnos en un océano de preguntas sin respuestas, con el afán de entender por qué la vida parece tener una predilección por el sufrimiento como si fuésemos un imán de infortunios.
La segunda opción, por otro lado, aunque también puede surgir del mismo sentimiento de rendición, me gusta pensar que está marcada por un acto de desafío, que revela la resistencia nacida desde nuestro interior, y que, con esfuerzo, nos impulsa a persistir y a levantarnos para avanzar, pese a una adversidad que esconde cualquier atisbo de luz esperanzador de la situación.
Después de escuchar a mamá, entendí el nerviosismo. Los días que no alcanzábamos la meta semanal de venta traía consigo la frustración en conjunto al desaliento. Y la respuesta siempre estuvo ahí.
Mi madre nos explicó, a mi hermana y a mí, que meses atrás, debido a los problemas económicos que veníamos acarreando desde el accidente de la tía Hermila, cuando se cayó del cuarto escalón y fue atendida en urgencias para realizarle una cirugía, las cuentas sumaron bastante al no contar con un seguro médico, por lo que tuvieron que solicitar un préstamo e hipotecaron la casa, pensando positivo y creyendo que las ventas saldrían bien; sin embargo, había resultado lo contrario.
Según mamá, a mediados de Septiembre teníamos que saldar una cuenta grande, y ni vendiendo los siete días de la semana podíamos alcanzar a pagarla; así que, ella había hablado con mi tía de Guadalajara para considerar la idea de trasladarnos allá en su rancho. Mi tía Glenda era una mujer de la tercera edad, pero todavía daba su lucha en la industria ganadera. Tenía hijos grandes, casados, por lo que vivía sola junto a su perro Manchas y los tres capataces que le ayudaban con las vacas.
Yo me resistí a concebir esa idea como algo probable a suceder. De solo pensar en el hecho de dejar atrás la casa donde había vivido todos esos años y, que además, también tendría que despedirme de mis amigos y mis lugares favoritos, me taladraba lentamente.
A la mañana siguiente de mi cumpleaños desperté y llamé a Lucía. Ella lloró conmigo en la línea telefónica. Ninguna quería aceptar aquella realidad salida de un cuento de terror. Esa tarde, fui al quiosco del jardín. Comencé a pensar en ideas que pudiesen ayudarnos a cubrir la deuda, pero nada llegó.
― ¡Meztli! ―gritó Lucía a lo lejos, venía acompañada de Samuel y Felipe.
― ¡Aquí!
Ella entró al pequeño quiosco, detrás venían los chicos. ― ¡No puedes irte! ¿Por qué Azucena creería que irse a vivir kilómetros de distancia sería la solución?
―No lo sé ―dije lloriqueando.
―Puedes quedarte conmigo. Sé que a mamá le agradará tenerte en casa. Habría que explicarle la situación. Ambas trabajaríamos, así no tendríamos problema con la comida. Papá suele ponerse de mal humor cuando el refrigerador está vacío, pero podemos solucionarlo ―propuso ella, apresuradamente. Luego se cayó y sus ojos se humedecieron―. No quiero que te vayas, amiga.
―Yo tampoco quiero irme ―repuse y la agarré de las manos mientras las lágrimas empezaron a salir sin pedir permiso. De pronto, ambas nos encontrábamos en un llanto desolador. Parecía como si nos hubiesen dado la peor noticia de la muerte de alguien cercano, y lo complementaban Felipe y Samuel, quienes también lloriqueaban.
Nadie dijo nada la media hora después. Continuamos en el interior del quiosco sin movernos. Lucía estaba sentada en la banca junto a Samuel. Felipe se había tirado en el suelo, agarrando su mochila de almohada como de costumbre y yo ocupé la otra banca más pequeña.
―Podríamos iniciar un club de teatro ―propuso Felipe mientras comía de los chicharrones que nos habíamos comprado―. Si montamos una obra, cobraremos los boletos de entrada o podemos aceptar donaciones.
― ¿De teatro? ―pregunté con gracia―. Te olvidas que ninguno de nosotros sabe actuar, además que necesitaremos un escenario, escenografía y presupuesto para el vestuario.
Felipe miró a Lucía. ―Podríamos pedir prestado algunas cosas de la universidad.
― ¿A la maestra Delfina? ¿Estás loco? Nos mandará por un tubo.
―Y eso significaría que tendíamos que desarrollar una obra en menos de una semana ―dije yo, soltando un suspiro. ― ¿Cuál podríamos hacer? ¿Ricitos de oro?
Desde la última hora, los cuatros habíamos aportado varias ideas que pudiesen ayudarnos a recopilar el dinero de esa fecha a dos meses. No tuvimos éxito. Todo necesitaba de un ahorro para poder invertirlo. ¿Qué tan difícil podía ser conseguir ingresos de manera legal? ¿Era por esa razón de pocas oportunidades que la gente robaba?
La palabra desolador quedaba corta para describir nuestro estado de ánimo. Mi mamá había dicho que no debíamos preocuparnos, que ella lo resolvería; sin embargo, ¿qué tipo de hija sería si le dejaba tal peso en los hombros?
Desconsiderada. Indiferente. Injusta.
― ¿Cuántas cosas de valor tienes en casa? ―preguntó Lucía―, yo podría prestarte mi cadena de oro de la comunión. En el empeño reciben cualquier cosa dorada y dan más de lo que podrías imaginarte.
―Eso es muy lindo, Lucía ―le dije, enternecida―, pero en esos casos dan un mes para pagar y no lo vendan. Nosotras necesitaríamos otro préstamo de dos meses. La cuenta tiene como fecha de vencimiento hasta el veinte de septiembre.
Felipe soltó un bufido. ― ¿¡Por qué nos hiciste pobres, Dios!?
Samuel, quien había permanecido en silencio un buen rato, hizo un chasquido que captó nuestra atención. Estaba pensando. Frunció las cejas como si una gran aportación estuviese naciendo en el núcleo de una mente, inequívocamente, superior a los demás que también nos hallábamos en aquel quiosco.