Mi pie, ahogado en agonía, danzaba de un lado a otro. Desde temprano, Felipe, Samuel, Lucía y yo abordamos la entrada del puesto de periódicos del abuelito de Jorgito. Aun no llegaban los centenares de hojas que tendríamos que repartir en el transcurso del día como parte del acuerdo. Permanecí apoyada en el poster de luz, mientras que los chicos se sentaron en el suelo y Lucía iba de un lado a otro, mordiéndose las uñas.
Exhalé un profundo suspiro y cerré los ojos. Hasta el último segundo le rogaría a Dios si fuese necesario, pensé. En cuanto vimos a la camioneta de envíos orillarse, nos apilamos ansiosos de tener uno en nuestras manos. El señor que conducía bajó del auto y abrió la reja de la parte trasera. Felipe fue el atrevido, que si apenas bajarían los periódicos hilados, él encontró la manera de hallar uno suelto y lo abrió delante de nosotros.
― ¡Rápido! ¿Dónde está la sección de comida? ―exigió saber él―. ¿En qué apartado dijeron que lo acomodarían, Meztli?
―No dijeron y yo tampoco pregunté ―le dije, mordiéndome las uñas.
A ese paso, sospechaba que mi corazón tiraría de la bandera blanca de rendición porque tras cada susto y nerviosismo, quedaría inerte sin la intención de bombear más sangre.
― ¡Busca más rápido, Felipe! ―demandó Lucía, agitada.
―En eso estoy.
Quise tener esperanza. Quise que de verdad algo bueno me sucediese, pero aceptar que las cosas podían suceder de forma distinta a lo que esperábamos era parte de la maduración como persona. Estaba bien con ello. Lo intenté y eso significaba un mundo para mí. Los chicos me dijeron que lo lamentaban. Lucía propuso hablar con Iván para que él convenciera a sus tíos de darme una nueva oportunidad. Eso sonaba consolador. Reescribiría mi nota. Podía hacerlo.
Pero entonces, a mitad de las lamentaciones, vi la portada del periódico guindado en el mecate del puesto. Tuve que acercarme. La quijada me llegó hasta el suelo. Debajo de la nota importante del día, estaba mi título en grande, arriba de una fotografía de mamá sonriendo junto a su vajilla repleta de comida. El pie le daba créditos a Felipe Suárez.
― ¿Cuándo? ―le pregunté.
― ¿Qué? ―preguntó mi amigo, extrañado.
― ¿Cuándo le tomaste esta foto a mamá? ―Le pasé el periódico.
Felipe abrió los ojos a tope a causa de una sorpresa inimaginable. Él como yo, también esperaba su oportunidad, sin embargo, se lo guardó. Dejó que ese momento de buenos deseos fuesen solo para mí.
―Una mañana. Iván lo sugirió y fui a tu casa. Le pedí a Azucena que lo mantuviese en secreto.
―Increíble, Felipe, esto sí que es una buena foto ―lo felicitó Lucía.
Él, sonrojado, agradeció. ―Quería ayudar de alguna forma. Yo sé que fracasé muy feo. Pude haber ayudado a la familia de Meztli, pero salir en cámara es mi peor pesadilla. Quise componerlo y ayudar así.
―Felipe, eres el mejor ―le dijo Samuel.
―Sí, Felipe, lo eres, y muchas gracias ―le dije yo mientras lo abracé, fuertemente.
―Toca mi corazón ―dijo Lucía, refiriéndose a Samuel. Él colocó su mano arriba de su pecho―. Necesito un respiro. Por un instante, pensé que todo se iría al retrete, amigos.
Y mira, quizás mi sonrisa no se amplió como de verdad me hubiese gustado.
Lo único que me atreví a hacer fue tragar en seco y sentir alivio.
Pero entonces dije a mis adentros: «Gracias diosito».
Al fin pude creer que realmente la luz atravesaba las grietas de la caverna donde creí estar enterrada durante años.
―Por favor, díganme que salió. Mis tíos se negaron a decirme ―la petición de Iván la escuchamos a lo lejos. Él venía llegando, sudado, junto a Diana, Valeria y Beatriz.
Los cuatro saludaron. Fue raro ver a Iván y a Diana en el mismo plano, de frente. Yo sabía que mis sentimientos por él habían quedado suprimidos en el pasado. Sin embargo, aún persistía, quizás, una pizca de rencor por la mentira en que se mantuvo lo suyo.
― ¡Lo está! ―les dijo Felipe, emocionado―, y también mi foto. Gracias, amigo. Sin ti no me hubiese animado a proponerles colaborar.
―Te lo dije ―respondió Iván mientras chocaba su mano con la de Felipe―. ¿Y cuál es el plan?
―Repartir todos estos periódicos hasta que se agoten ―dije yo―. Ese fue el trato. Si la publicidad aparecía, ese es el pago.
― ¿Y cuándo empezamos? ―preguntó Valeria, masticando un chicle. Sus cabellos dorados estaban atados en una pinza detrás de su cabeza. Las ropas que traía puesta se componían de una falda con un top a juego de tacones morados.
Si ella consideraba que así podía ir a repartir periódicos, estaba loca. Nadie aguantaría tacones en una caminata de todo el día. Beatriz y Diana, por su parte, las dos portaban faldas también con top, sin embargo, a sus pies los cubrían tenis ligeros.
La verdad yo nunca esperé que ellas quisieran apoyar a la causa. Iván nos había planteado la probabilidad de aparecer, ya que él era parte del equipo de futbol de su universidad y faltar un entrenamiento daba pase a una sanción. Él ya tenía dos, y tres conducían a la suspensión de dos semanas sin juego. A las chicas no las consideré. Si bien era cierto que Diana acompañaba a Iván de aquí para allá, que ella hubiese aceptado saltarse las clases de ese día me indicaba el indicio de dos cosas: no me odiaba tanto o temía que le bajara al novio. Lo cual jamás haría.
Nos repartimos las zonas dividiendo un mapa que el abuelo de Jorgito nos donó. Ninguno de los presentes sabíamos cómo repartir periódicos. Jorgito nos había comentado que ese periódico era gratis ya que el dinero lo ganaba de quienes pagaban la publicidad, así que podíamos ser libres de dejarlos en la casa de cualquier habitante de San Miguel, pero de preferencia que alguien lo recibiera en las manos. Así que, a trabajo duro partimos del punto principal. Yo propuse que Iván fuese con Diana y Beatriz, Samuel con Lucía, y Felipe, Valeria y yo conformáramos el tercer equipo. Sospechaba que nuestra tercera integrante no aguantaría ni dos cuadras cuando ya se quejaría de caminar.