Yo fui testigo. Vive en mi memoria. Yo la conocí.
Bueno, la verdad es que la conocía ya desde hace mucho. Desde siempre.
Y es que era imposible no interesarse en ella, al menos no para mí. Juana. Juana Torres. Tenía los cabellos castaños, tan cortos que solo llegaban a cubrirle los hombros, y siempre revoloteados; y sus ojos eran de un avellana intenso. Habíamos ido juntos a la escuela toda la primaria y el secundario; e incluso elegimos seguir la misma carrera.
Su familia no era pobre, no como la mía (cuya casa siempre se halló frente a la suya) pero tampoco gozaba de los lujos que muchos podían darse; como el lujo de la tranquilidad.
Ayer: una muchacha alegre y reservada, pero sin necesidad de ser perfil bajo; siempre rondando por la facultad con un libro en la mano (¡pues cómo gozaba leer!), y junto a Blas, su hermano y mejor amigo, cantando en la plaza San Martín al son de la guitarra, rodeado por nosotros, sus compañeros, antes de volver a casa. Pero, todo se dio vuelta un día de agosto de 1976.
Blas Salvador Torres es detenido en plena calle ¿Por quiénes? Milicos ¿Porqué? “Por juntarse a protestar con subversivos” ¿Dónde? En la facultad de humanidades, Posadas, Misiones ¿Y adónde? Nadie sabe.
Catorce días exactos habían pasado; y ya todo el barrio estaba al tanto de que don Miguel Torres había ido y venido de la comisaría, estudios jurídicos y demás instituciones donde nadie le decía nada.
Pero, así como nadie sabía nada acerca de su paradero, nadie tampoco sabía que don Miguel había dejado casi de lado su oficio, la carpintería, por su insistencia por hallar aunque sea una insignificante pista, porque para él ninguna pista era insignificante. Pero no se permitió hacerlo, justamente por su hijo. Él mismo le había enseñado todo lo que sabía con respecto al trabajo que tanto adoraba, y Blas, aunque no compartía el interés de su padre, siempre lo escuchaba y se obligaba a aprender sin chistar. Nunca olvidó el día en que se construyó su propia guitarra. Había quedado tan linda, y él estaba tan contento… Lo extrañaba. Su ausencia se sentía por toda la casa y la desesperación se incrementaba cada hora más. Su hija estaba metida todo el tiempo en la facultad, aún cuando no necesitaba hacerlo; y su mujer ya no hablaba con nadie, ni siquiera con él, salir de su casa para ella era como abandonar el puesto para un soldado. Un ejemplo que solía darle a la situación, aunque no fuese el más conveniente.
No podía culparla, era una madre atormentada por las probables circunstancias en las que su hijo podría estar envuelto. Y, a decir verdad, él se hallaba en la misma situación.
Las malas lenguas siempre hablaban (como en todo barrio) pero, lo que ignoraban, era lo que la matriarca de los Torres, doña Flora, realmente hacía encerrada todo el día en su casa, mientras su marido recorría la ciudad a pie de punta a punta, y la única hija que le quedaba consigo asistía a la universidad.
Mientras las viejas chusmas diagnosticaban que el encierro de la mujer se debía a la importancia que ésta daba a sus telenovelas, ésta oraba como mínimo dos horas al día por su hijo; encerrándose luego en aquella vacía y muda habitación, a llorar sobre la cama donde tantas veces arropó a su precioso gurisito. Tanto esfuerzo por parirlo, criarlo, cuidarlo y educarlo, para que se lo arrancasen de los brazos así, porque sí. Sentía un dolor punzante en el pecho y un nudo asfixiando su garganta que la dejaba sin poder decir palabra alguna; pero eso no impedía que sus pensamientos fluyeran. Se preguntaba porqué tanta desgracia, porqué su hijo, porqué destrozar así a una familia; se preguntaba si la culpa podría llegar a ser suya, porque confiaba en que su hijo no era ningún delincuente, pero que, tal vez, sus enseñanzas no habían sido las correctas. O al menos no para la sociedad en la que estaban viviendo.
Así, sujeta a la camiseta de fútbol preferida de su hijo, con los ojos empañados e hinchados por el llanto y la agonía de no saber si su niño estaba vivo, muerto, con hambre, con frío o con miedo, Flora Justina Martínez de Torres se quedaba dormida en la cama de su niño, esperando verlo nuevamente, sano y salvo, al despertar.
Juana, por su parte, para nada se había quedado atrás. Porque sí (como ya he dicho) antes: la alegre, reservada y carismática Juana Clara Torres; y después: una piedra más en el zapato de la represión.
Cantaba. En honor a su hermano cantaba; orando por su regreso, pidiendo una explicación; tarareando poemas escritos a solas por puño y letra de ella misma; y, como Blas, al son de su guitarra.
Afuera de la facultad, rodeada por compañeros, era sonreída, repudiada, felicitada y burlada por muchos.
Al principio, los milicos no hacían más que burlarse de aquella joven estudiante de trabajo social en la Universidad Nacional de Misiones, por sus deprimentes cánticos dedicados a un desdichado subversivo.
Dios, si me puedes escuchar
ayúdame a no olvidar
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Editado: 30.01.2019