Pradera verde

Capitulo 2

Mi ultimo despertar en este lugar.
A veces no sé si quiero ir afuera o quedarme en este agujero para siempre.

Pero el la hora se acerca, y será mejor que entrene antes de que suene la alarma.

Al salir del barracón, las luces del pasillo titilan con un zumbido leve. El aire esta viciado y pesado, la sencacion de incomodidad es enorme y nada me la quita
Camino entre el eco de los ventiladores hasta encontrarme con el viejo Varn, el mecánico mas viejo de Novak.

Varn parece un anciano común: manos curtidas, rostro lleno de hollín y una sonrisa cansada. Pero todos sabemos que, sin él, los generadores dejarían de funcionar y Ciudad Férrea se apagaría para siempre.

Varn:
—Ven, toma un poco de chocolate caliente. No es mucho, pero te mantendrá en pie.
—(me sirve una taza y suspira) —
Sé que te espera algo terrible ahí arriba.

Protagonista:
—Eso dicen todos.

Varn:
—Mi hijo pertenecía a la tropa de exploración, generación trece.
Salió a la superficie en el año ciento veinticinco.
Nunca volvió… supongo que ya no está con nosotros.

Su voz se quiebra mientras saca una foto arrugada de su hijo en uniforme.

Varn:
—Me gustaría volver a verlo.
Abrazarlo una vez más.
—(se seca las lágrimas con la manga) —
Perdón, me dejé llevar. ¿Cuál será tu misión?

Protagonista:
—Recolectar los datos de Ribera Grande. Nada heroico. Solo otro trabajo.

Varn:
—Ningún trabajo allá arriba es solo eso, chico.
—(me mira a los ojos) —
Prométeme que regresarás, aunque sea con malas noticias.

No supe qué decirle. Solo asentí y seguí caminando.

Horas después…

Fui al comedor de Novak por última vez.
La comida no era gran cosa, pero era lo único que conocía desde que nací, y uno termina acostumbrándose.

El olor a sopa de hongos impregnaba el lugar.
Al fondo distinguí a tres viejos amigos: Larik, Toma y Erel.
Todos reían, pero se notaba que la risa era forzada.

—Así que ya te vas, ¿eh? Te toca jugar al héroe —dijo Larik, cruzado de brazos.

—No es heroísmo —respondí—. Es trabajo.
Suspiré y aparté la mirada—. Y ni siquiera lo pedí.

—Nadie pide nada en esta ciudad —intervino Toma, con voz apagada—. Solo lo aceptas y finges que fue tu elección.

Erel, el ingeniero, dejó la cuchara sobre la mesa.
—Si al menos te hubieran mandado con un escuadrón… pero no, solo. Como si allá arriba no hubiera nada esperando.

—Tal vez ya no hay nada —dije mientras miraba mi plato—. Si tengo suerte, no hay ni viento.

—“Si tengo suerte”, dice —bufó Larik—. Cuando vuelvas te invito un trago del aguardiente del viejo de Delta. Si vuelves, claro.

—No empieces con eso, Larik —replicó Toma—. No todos terminan como los de la generación catorce.

—Toma, esos tipos salieron con rifles viejos y sin filtros de aire —gruñó Erel—. Él tiene uno de los nuevos… supuestamente sellado.
Me miró y sonrió apenas—. Te envidio, ¿sabes? Allá arriba hay cielo. Gris o no, sigue siendo cielo.

—Y frío —respondí—. No olvides el frío. Aquí abajo, al menos, todavía se puede dormir sin temblar.

—Tú siempre fuiste el más serio del grupo —dijo Larik entre risas—. Hasta para despedirte pareces un informe de mantenimiento.

—Así es más fácil —murmuré—. Si lo conviertes en un trabajo, no duele.

Toma bajó la vista hacia su sopa.
—¿Sabes qué es lo peor? Que cuando te vayas, vamos a seguir aquí. Reparando filtros, recogiendo hongos, haciendo lo mismo cada día.
Guardó silencio un momento—. Y aun así, me da miedo estar en tu lugar.

—No tengan miedo —dije tras una pausa—. Si las raíces no nos alcanzaron en ciento setenta años, no lo harán ahora.

—Eso mismo dijeron antes del último derrumbe —susurró Erel con una sonrisa débil.

El silencio se apoderó de la mesa. Levanté mi taza metálica.

—Por los que se quedan.

—Y por los que suben —añadió Larik.

—Y por los que aún creen que hay algo allá arriba —dijo Toma.

Las tazas chocaron suavemente.
El vapor ascendió en espirales lentas, mezclándose con la neblina artificial del comedor.
Nadie volvió a hablar durante un largo rato.

Más tarde...

La alarma sonó.
Un zumbido grave que recorrió los túneles como un eco de despedida.

Era hora.

Caminé hacia la compuerta principal.
El pasillo se estrechaba a medida que avanzaba; las paredes estaban cubiertas de placas metálicas, viejas señales ferroviarias y manchas de humedad.
En la puerta me esperaba un guardia solitario.




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