Las puertas se cerraron detrás de mí con un golpe que resonó como un trueno.
El eco se disolvió entre el viento, y por un instante creí que era mi propio corazón lo que vibraba en el aire.
El frío recorrió cada centímetro de mi piel.
Aunque llevaba la ropa aislante reglamentaria, la sensación de estar congelándome era insoportable.
El visor se empañó; el aliento formaba una fina capa de escarcha en el borde del respirador.
Cada paso sobre la nieve muerta sonaba hueco.
El suelo crujía bajo mis botas, mezclando hielo, tierra y fragmentos de raíces petrificadas.
Sentía que mi destino ya estaba marcado, que lo que fuera a encontrar allá adelante no tendría vuelta atrás.
Pero no era momento de echarme atrás.
Me detuve junto a una vieja señal oxidada —un cartel medio enterrado que alguna vez debió indicar una dirección— y revisé el mapa junto con la brújula.
El punto marcado estaba a ciento cuarenta y seis kilómetros hacia el noroeste.
Allá debía estar Ribera Grande.
La última vez que había estado en la superficie fue durante mi época de entrenamiento.
Solo fueron unas horas.
El aire era igual de pesado, pero entonces éramos varios y la presencia de otros bastaba para no sentir miedo.
Ahora solo quedaba el silencio… y la idea absurda de que el mundo me observaba desde algún lugar, esperando que diera el primer paso equivocado.
Decidí seguir la carretera para ahorrar camino.
El asfalto, resquebrajado y cubierto por una fina capa de musgo gris, se extendía como una cicatriz entre la vegetación congelada.
A lo lejos, una columna de humo se elevaba entre la niebla.
Recargué el rifle, saqué el cuchillo.
El instinto pesaba más que la razón.
Pero no olía a peligro.
Olía a comida.
Al acercarme, distinguí un fuego improvisado y varias figuras alrededor. Risas.
Y el olor inconfundible de carne asada.
Eran los Grillers.
—¡Miren quién viene ahí! —gritó uno, un tipo robusto de barba congelada mientras giraba algo irreconocible sobre la parrilla.
—¿Quiénes son ustedes? —pregunté, con el cuchillo aún en la mano.
El hombre sonrió mostrando dientes ennegrecidos.
—Somos el retazo de la humanidad.
Somos la tribu de los Grillers.
Pacíficos… hasta que deciden jodernos
¿Quieres comer algo?.
Y luego añadió con una sonrisa burlona:
—Y deja de usar eso en la cara. No lo necesitas.
Dudé. Luego solté el pestillo del respirador y me quité la máscara.
El aire me golpeó en la cara. Frío,pesado. Pero respirable.
El tenía razón.
La sensación me desoriento por un segundo.
No recordaba la última vez que había sentido aire real.
El tipo asintió satisfecho.
—¿Ves? La superficie no quiere matarte. Solo quiere que dejes de temerle.
No respondí.
Pero bajé el arma y me acerqué a la parrilla.
El calor de las brasas me dio comodidad.
Por primera vez desde que crucé la puerta, el exterior dejó de parecer hostil.
—Toma una cerveza —dijo el hombre, ofreciéndome una botella —. Son artesanales. Mis amigos llegarán dentro de nada. Cazamos lo que sea, ultimamente no estamos para darnos de exquisitos y a las platas… las fermentamos.
¿De dónde vienes?
—De Ciudad Férrea, una urbe subterránea —respondí entre dientes.
—Ya veo… —rió—. Juraría haber escuchado de ustedes, pero no recuerdo dónde.
—En Port Hill, Ever —interrumpió otro, cargando un alce sobre los hombros.
—¡Port Hill, claro! —el primero soltó una carcajada—. Si que son populares.
—¿Qué es Port Hill? —pregunté.
—El puerto más grande de la TRH.
A veces vamos a vender nuestras cervezas ahí; se venden como pan caliente.
No sé por qué no vamos más seguido.
—Sabes bien que Port Hill esta muy lejos—dijo mark, uno de sus amigos
—¿Y ustedes cuántos son?
—Varios —respondió mientras daba vuelta el alce sobre las brasas—. Ahora vamos rumbo a Riversfront, y luego a Fredsite.
—¿Y tú? ¿Viajas solo o con más gente?
—Voy rumbo a un destino lejano —dije—. Es un viaje en solitario.
—Entiendo. Mucha suerte en eso.
El hombre golpeó la parrilla con el mango del cuchillo.
—La comida está servida.
El olor de la carne mezclado con el humo llenó el aire.
Por un momento olvidé el frío, la misión y la soledad.
Solo quedaba el fuego y las risas de unos desconocidos.
El fuego se apagaba poco a poco, devorando los últimos restos del alce.
Las brasas chispeaban mucho.
El viento frio empezó a colarse entre las grietas de las casas móviles, silbando como un recordatorio de que la calma nunca dura demasiado allá arriba.
Ever, el de la barba frondosa, se levantó con una sonrisa cansada.
—Supongo que ya es hora de movernos. Si el frío no te mata, lo harán otros.