Decidí quedarme una noche más.
El cuerpo lo pedía y, siendo sincero, la mente también.
El outpost Alfa-1 era más silencioso de lo que recordaba cualquier base.
Los pasillos olían a lavanda, muy agradable aroma ; los generadores funcionando las 24 horas.
Encontré un rincón libre junto al depósito de suministros, me quité el abrigo y abrí uno de los viejos diarios que Riven me había prestado.
Eran cuadernos de exploradores anteriores.
Algunos escritos a mano, otros con notas sueltas, manchadas de grasa o sangre seca.
Uno hablaba de “raíces que se movían por lugares raros”.
Otro de una niebla tan espesa que podias recolectar agua de ahi.
Casi todos terminaban igual: con frases incompletas, páginas arrancadas o simplemente… Ayuda.
Riven apareció con dos tazas de algo caliente.
—No leas tanto —dijo—. Acabarás soñando con lo que mató a esa gente.
—No creo que haga falta leer para eso —respondí.
Nos quedamos un rato en silencio, escuchando el zumbido de los generadores.
Afuera, el viento golpeaba las torres de radio.
En algún lugar lejano, un metal se doblaba con un chirrido largo.
—¿Recuerdas la canción que cantaban los de la generación quince antes de salir? —preguntó Riven, sonriendo apenas.
—La del “sol oxidado”.
—Esa.
Empezó a tararearla.
La melodía era simple, casi infantil, pero tenía algo que helaba.
Lo seguí sin pensarlo.
Cantamos bajo la luz amarilla de las lámparas, como dos fantasmas recordando un idioma que ya nadie usa.
Por un momento, Alfa-1 pareció un hogar.
Dormí unas horas.
Soñé con pasos en la nieve, con luces a lo lejos y un cielo que se abría en silencio.
Desperté sobresaltado al oír motores.
Bajé al patio y vi llegar un camión cubierto de polvo.
De él bajó un grupo de soldados con cajas y bidones.
Y entre ellos, un rostro que creí olvidado.
—¿Eres tú? —pregunté, sin creerlo.
El hombre dejó caer la mochila y sonrió.
Era Karen, mi antigua compañera de cuadrilla, generación 17 de exploración, igual que yo.
Seguía con la misma expresión cansada, pero sus ojos tenían un brillo que no le recordaba.
—Traemos víveres, munición y buenas noticias —dijo.
—¿Buenas noticias en este siglo?
—Sí. Estamos levantando un nuevo puesto en la carretera 23.
Si lo logramos, podremos volver a tomar Molavic.
Ese nombre me heló más que el viento.
Molavic.
El pueblo donde había comenzado el derrumbe, donde las raíces devoraron las casas en una sola noche.
—¿Reconquistar Molavic? —repetí incrédulo.
Karen asintió.
—Tenemos el equipo y la gente. Y tú tienes experiencia. Riven dice que partirás al amanecer. Si quieres, ven con nosotros primero.
Riven apareció detrás, apoyado en una baranda.
—Si lo haces, no habrá vuelta atrás.
—Nunca la hubo —respondí.
Karen se rió, sacó una botella de vidrio del camión y me la lanzó.
—Entonces brindemos por la locura.
Bebimos directo del cuello de la botella, sin miedo al sabor.
Sabe a alcohol.
Pasamos el resto de la noche entre risas apagadas y planes imposibles.
Cuando el sol se empezó a asomar entre las nubes grises, ya teníamos decidido el rumbo.
Ellos irían hacia Molavic.
Yo seguiría hacia Megápolis, como marcaba mi misión secundaria.
Pero sabíamos que el camino se cruzaría otra vez.
Siempre lo hace.
Antes de partir, Karen me entregó un mapa actualizado y un trozo de metal con una inscripción grabada a mano:
“Carretera 23.
disparale a todo lo que se mueva o tu dejaras de hacerlo.”
Lo guardé en mi mochila .
El viento del norte volvió a soplar.
Era hora de marchar.