Prefacio

No es un Sueño

Una de esas tardes en las que la brisa comienza a bajar de las montañas y los días comienzan a tornarse fríos y húmedos, mientras regresaba a la casa después de dar una caminata por la zona de las cabañas, observé entre los árboles, cercanos al camino de piedras, la silueta de un hombre de mediana estatura y contextura fornida que mantenía una de sus manos apoyada sobre el tronco de un árbol y sostenía con la otra lo que parecía una rama caída de algún otro árbol. Al instante pensé en uno de los capataces, pero, la verdad, más bien parecía que esperaba a alguien. A medida que me acercaba al camino de piedras sentía que su mirada estaba clavada en mí, como si deseaba que lo mirara. Comencé a sentir los latidos del corazón entre mi garganta. Trataba de calmarme pensando en que pudiera ser cualquier visitante esperando hablar conmigo, pero no podía controlar los nervios que me provocaba aquella situación, aun cuando sabía que era normal encontrar personas por todos los alrededores. Levanté la mirada, le eché otro vistazo y alzando la voz le grité: “Amenaza el clima. Ya se acercan los días lluviosos”. “No, creo que más bien la Primavera” – me dijo. Inmediatamente apunté mi mirada en el hombre, deteniendo el paso que llevaba. Mi corazón comenzó a latir con más fuerza. Su voz era conocida a mis oídos. Me decía para mis adentro: “No puede ser”. Comenzó a moverse en dirección a mí. Mientras todavía se encontraba a cierta distancia pregunté con fuerte voz: “¿Gary?”. Tras unos segundos insistí: Gary, ¿eres tú?”. No hizo falta obtener respuesta de su boca. Ya se había acercado suficientemente como para ver su rostro. Corrí y lo abracé con mucha alegría. Estaba emocionada de verlo otra vez después de tanto tiempo de ausencia. Cómo poder disimular mi emoción si el solo hecho de escuchar su voz sobresaltó mi corazón. Con una marcada sonrisa respondió a mi saludo dejando la huella de sus labios en una de mis mejillas.

“Gary Alid, haz vuelto por aquí. De verdad una gran inmensa sorpresa. ¿Desde cuando andas por estos lugares?”

“Acabo de llegar. No hace más de veinte minutos. Pregunté por ti y aquí estoy. Me dijeron con exactitud donde podría encontrarte así que decidí esperarte aquí. Cuéntame, ¿qué es de tu vida?”

“Bueno Gary, han pasado muchas cosas. Como ves, aquí hay más trabajo que en los días pasados, ha crecido el complejo y ahora estoy día y noche dedicada a las labores aquí dentro. Por otro lado, perdí a Mamá Nala; Falleció hace casi dos años.”

“¿Cómo? ... ¡Cuánto lo siento!”

“Pero, me he podido recuperar y aquí estoy. Ven, vamos a la casa, te invito un trago”.

Mientras nos dirigíamos a la casa, hacia el final del camino, sentía deseos de mirarlo fijamente y grabar en mi mente cada detalle de sus ojos, de su rostro. Pero debía esperar. Ya llegaría el momento oportuno para hacerlo.

Ya había caído la tarde. Nos encontrábamos reclinados en el mesón de la cocina, rodeados de cuentos, chistes y preguntas que surgían de repente sobre nosotros mismos. Le había hablado de la noche en la que olvidé la invitación que Verónica me había hecho para ir a bailar en la disco de la Residencia, y con cara de asombro y una sonrisa hermosa dijo: “Estabas mal”. A pesar de todo, había un aire de tensión y nerviosismo. ¿Serían los tragos? ...o tal vez mis miradas? Me preguntaba si solo yo lo estaba sintiendo. De repente surgió la idea de salir a caminar. Ambos concordamos en ella y así lo hicimos. Al salir de la casa y encontrarnos en aquel camino de piedras que conectaba con los edificios de la residencia recordé el incidente. Por un momento, un silencio temeroso nos rodeó como indicación de que él también lo había recordado; pero aquel silencio pronto desapareció. Un leve sonido provocado por un gesto verbal acompañado de una sonrisa logró disipar ese silencio mortificante. Se trataba del gesto y la sonrisa que salió de mis labios cuando sentí su mano tomar la mía y le escuché decir: “Dejemos todo atrás”. Fue un momento especial. Escuchar esas palabras hicieron el momento inolvidable. Estuvimos caminando por los alrededores de la piscina durante un largo tiempo. Pronto se hizo muy tarde así que decidimos regresar. “Mañana será otro día” –dijo-, con una voz cálida y protectora, al dejarme en la puerta de la casa. Mientras se alejaba, regresando a los edificios de la residencia en donde se hospedaba, miraba su silueta desvanecerse entre la noche y los árboles.

Estaba la brisa golpeando mi cara y el sonido del silencio inspirando mi alma. Tenía la sensación de encontrarme dormida; estaba cansada. Las horas pasaban volando, cada día llegaba tan rápido que no encontraba tiempo para mí. En este momento me encontraba en el sillón tratando de hacer historia con mis pensamientos, pero hasta el simple movimiento de una hoja de papel distraía mi atención. Perdí muchas ideas, y en un esfuerzo inútil por recuperarlas, trataba de repasar el último pensamiento que había acariciado. Escuchaba algunos sonidos provenientes del exterior, mientras que en la casa solo se escuchaba el zumbido de la brisa que entraba por la ventana de la habitación. Creí quedarme dormida pues vinieron a mi mente imágenes de un niño que estaba a punto de caer de una motocicleta en movimiento. Sentí el miedo en mi espalda; un susto grande, como si el niño fuera parte de mi vida. Sí, había sido un sueño de esos que se tienen cuando apenas se te cierran los ojos por el cansancio y que se repiten durante la noche sin dejarte dormir.

Entre la brisa que entraba a la habitación y el silencio y mis pensamientos me envolví mitigando la ausencia, la soledad; y vi el amanecer asomado en mi ventana revelándome su alegría y tristeza. El cielo se había trasladado hasta mi ventana abriendo sus puertas y llenándome con su luz y paz.




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