Prefacio

A un paso de caer

No había sido consciente de que mi decaimiento aquella noche no era más que un aviso de un período depresivo acechante que amenazaba mi tranquilidad. Había sido víctima de perturbaciones del sueño, pérdida del apetito, incapacidad para concentrarme, lentitud de ideación y esos sentimientos de inutilidad, culpa, desesperación y desprecio de mí misma; todos los síntomas juntos en una misma noche. Aún me pregunto si mi conversación con Gary el día siguiente cuando nos encontramos en el árbol, no estuvo influenciada por el trastorno que causa en mis emociones esta enfermedad tan inquietante.

Sólo dos días pasaron. Estaba encerrada en mi cuarto, tirada sobre la alfombra, mirando cada lágrima de friso que intentaba caer del techo y perdida en el llanto. No me era posible levantarme del suelo. Ni siquiera podía estirar los brazos para tomar la sabana que tenía sobre la cama a poca distancia. Necesitaba tomar los medicamentos, pero cada vez era más seguro que pasaría mucho tiempo tirada, así como estaba, sobre la alfombra de mi habitación. A una hora muy avanzada fui vencida por el sueño. Debió ser poco más de la media noche pues afuera no había más que soledad.

Escuché a alguien gritar mi nombre. De manera insistente tocaban a mi puerta y repetían mi nombre con un tono desesperado. Pero era inútil. No podía levantarme. El cuerpo lo tenía pesado como una roca. Un fuerte dolor en el cuello y los hombros me hizo creer que durante la noche había intentado levantarme sin éxito. Al volver la mirada hacia el techo observé a varias personas en mi habitación. Habían violado la cerradura de la casa para poder entrar y encontrarme sobre el suelo. Aún tenía la ropa puesta y los zapatos calzados. Vi cuando Verónica se inclinó hacia mí cruzando sus brazos alrededor de mi cuello y la escuche susurrarme al oído: “Te ayudaré a levantarte. Apóyate en mí”. Se percató de que no había tomado los medicamentos pues sobre la cama estaba la envoltura intacta y un vaso volteado. Aparentemente se había derramado el líquido que contenía debido a que la sábana tenía las arrugas peculiares de algo que ha estado mojado. ¿Desde cuándo estás así? –me preguntó Verónica. No podía definir cuanto tiempo, pero lo cierto era que necesitaba mi medicamento con urgencia.

Para este momento Julia estaba entrando en la casa. Verónica, quien ya imaginaba lo que me estaba ocurriendo, la había llamado desde hacía más de una hora, mientras estaban afuera intentando entrar a la casa. Me colocaron en la cama entre Verónica y uno de los capataces. El nombre del capataz era Alirio. Era un hombre alto, de tez morena y voz fuerte, un trabajador dedicado. Había sido contratado por verónica hacia más de seis años. Al mirarlo Recordé las mañanas en las que rondaba por todo el complejo en mis caminatas rutinarias y nos encontrábamos. Siempre al encontrarnos frente a frente me preguntaba: “¿Como se encuentra hoy jefecita?”, manteniendo una de sus manos dentro del bolsillo trasero de su braga y la otra la extendía en forma de reverencia hacia mí.

De repente mi pensamiento fue interrumpido por la entrada de Gary a mi habitación. Había estado en la cocina buscando un vaso de agua para darme el medicamento. Sus manos temblaban, no sé si era debido al temor a mi reacción, al nerviosismo de verme en mi estado crítico o por el maltrato que llevó en su esfuerzo por violar la cerradura de la casa. Estaba desesperado. Se notaba en su cara. Fue inútil todo su esfuerzo por ocultarlo.

Temerosa de que pudiera derramar el agua, Verónica tomó el vaso de sus manos y lo acercó a mí junto con las pastillas. Pero no pude tomarlo. Tenía el estómago tan vacío que el simple hecho de ver el agua me causaba repulsión. Así es que viendo mi reacción decidió rápidamente qué hacer. Corrió a la cocina para prepararme un caldo.

Mientras tanto, en el ínterin, me mantuve reposando sobre la cama mirando de vez en cuando el rostro de los dos hombres que me acompañaban. Necesité varias horas para reponerme. Pero lo logré.

Por la ventana de la habitación se colaba el leve sonido que producía la soldadora. Acababa de ducharme y estaba peinando mi cabello. A través del espejo podía ver líneas de expresión en mi rostro que no había visto antes. Pensé en que tal vez serían consecuencia de mi decaimiento, pero la verdad era que los años estaban dejando sus huellas. Contaba ya con treinta y cuatro años de vida y veinte padeciendo esa enfermedad deprimente y vergonzosa. Así la consideraba. Mientras miraba a través del espejo y divagaba por mi mente, el silencio repentino que invadió mi habitación llamó mi atención. Era un silencio profundo. Era como estar en un cuarto vació, con las paredes blancas y el techo negro. Tenebroso, solitario.

El sonido de las herramientas interrumpió aquel silencio que asustaba. Acababan de arreglar la cerradura de la casa y mientras verónica subía por las escaleras que daban a mi habitación me adelanté hacia la puerta encontrándome con ella afuera, antes de que llegara a la habitación. En conversación me mencionó que habían terminado de reparar la cerradura y que quería que viera cómo había quedado. Así es que mientras bajaba por las escaleras envuelta en una bata de baño observé en el recibo de la casa a Gary ordenando las herramientas que había utilizado para reparar la cerradura. Esto me obligó a devolverme; lo hice con presteza. De regreso a la habitación tomé rápidamente un sencillo vestido hindú que colgaba de un gancho en una de las divisiones del guardarropa y bajé con paso acelerado las escaleras. Cuando llegué al recibo ya Gary no estaba. Verónica estaba en la cocina cortando unas zanahorias y colocándolas en un recipiente que contenía el jugo de unas naranjas que había exprimido hacía unos instantes. Observé la cerradura y me percaté que habían hecho un buen trabajo pues no podía percibir si de verdad había sido violada. Sorprendida como estaba me dirigí hacia la cocina en donde aún se encontraba Verónica. Le pedí un poco del jugo que ya había terminado de preparar y le conversé de mi impresión sobre la cerradura. Minutos después:




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