Sin importar lo que Samantha August te pueda contar, el apocalipsis zombi comenzó como cualquier otro día.
Era lunes por la mañana y yo era nuevo en la ciudad. Caminé un poco nervioso a través de los helados pasillos de mi nueva escuela hacia mi primer día de mi último año de preparatoria, traía una sudadera delgada y un par de jeans rasgados que no ayudaban, pero para nada a mantener mi temperatura corporal, entre los escalofríos noté que seguía medio dormido. Tenía que llegar al salón 405 y aunque me dolían un poco las articulaciones por el viento, caminé tan rápido como pude para hacer más corto el rato largo que me esperaba.
Al llegar al salón, no me encontré con nada nuevo, todos tenían ya su grupo de amigos y esos grupos estaban dispersos a través de la habitación y en el pasillo gélido; entré haciéndome paso entre la multitud y dejé la mochila sin pensarlo mucho en el último escritorio al fondo a la derecha, junto a la ventana. Me senté.
Miré alrededor de mí para analizar a los que serían mis compañeros durante los siguientes doce meses, de nuevo, nada sorprendente; los chicos ricos conversaban con las chicas lindas y me llamó la atención en especial un niño mimado que traía un cinturón de unos quinientos euros y unos zapatos marinos que seguramente costaban más que toda mi ropa junta, presumía de su viaje a Mónaco y estaba con otros tres chicos y dos chicas guapísimas que no lucían para nada tan prepotentes como él.
No tardé en poner los ojos en blanco y pronto sentí su mirada colectiva de vuelta, solo que un poco menos cordial, si es que la mía lo era de ese modo, soltaron una risa tonta y mejor volteé por la ventana para evitar conflictos; allí me encontré otros tantos grupos del mismo tipo de personas y sin querer me preocupé que quizá, para variar, no encajaría de nuevo para nada.
Me pasé mirando a mis compañeros por un par de segundos cuando, de pronto, no pude hacerlo más y una voz, dos partes dulces y una ronca, invadió mi cabeza por mi lado izquierdo; la razón por la que esta historia existe llegó en ese momento.
—Va a ser un largo año, ¿no?
—Parece ser que sí —volteé solo para encontrarme con una chica que… Bueno, a primera vista no parecía chica en lo absoluto, tenía el cabello más corto que el mío, del mismo tono de negro y sin maquillaje a excepción de un Gloss con brillantina que traía en los labios; no era convencionalmente femenina y, si no me equivoco, traíamos puesta la misma sudadera.
—Sí, suelo causar esa primera impresión —respondió riendo, me imagino que mi expresión fue tal que tuvo que romper el hielo de esa manera.
—Lo siento —quise disculparme, pero me arrepentí momento seguido al pensar que eso admitía que pensé lo que ella ya sabía y eso que ella sabía, no era nada educado.
—No tienes que —volvió a reír.
La chica dejó su mochila en el asiento de enfrente y sacó de ella una gorra de lana roja, se la puso encima y me sonrió. Definitivamente era rara, pero yo también lo era y entonces, algo hizo clic.
—Soy Sam, no Samantha, solo Sam; Sam August —dijo, sentándose en mi escritorio—. ¿Y tú?
—Jace, Jace Griffin —contesté un poco más cómodo.
—¿Y la K? ¿Qué significa? Jace K. Griffin —preguntó, acomodándose su poco cabello debajo de la gorra.
—¿Cómo demonios…? —pregunté sorprendido.
—Soy bruja, na, broma; está en tu mochila, Jace K. Griffin —bromeó y me miró.
—No es nada —respondí un poco cerrado.
—Anda, dime tu nombre. No se lo diré a nadie, además, no es como que nadie aquí fuera de mí se muera por saberlo —dijo, tenía razón.
—Katherine —contesté.
—¿Eso no es nombre de chica? —rio y me enfadé un poco.
—No, no lo es —respondí; sí lo era.
—Claro que lo es, pero es lindo, me gusta, Kate —dijo Sam.
—No me digas Kate.
—No hay vuelta atrás, Kate —rio y se bajó de mi escritorio.
Quizá era coincidencia, pero mi nombre no sonaba tan mal en su voz y por un momento, no lo odié tanto. Mi primera clase de ese semestre fue Álgebra y mi profesor fue Max, una especie de «prodigio» (según él) de veintisiete años que veía a las chicas cuando pasaban al pizarrón y quería ser amigo de los chicos «cool» haciéndoles chistes malísimos; lo analicé y al valorar la situación, me dediqué a pasar notitas de papel con Sam y nos decíamos realmente nada, a veces volteaba echando la cabeza para atrás para sonreírme.
La siguiente clase fue Francés y luego Literatura; me dormí en Literatura y antes de que sonara la campana, Sam me despertó.
—Te dejaría dormir, pero es el primer día y, como en un apocalipsis zombi, es mejor permanecer juntos —dijo Sam y yo reí un poco—. ¡Venga, despierta!
—Voy, voy —dije aún dormitando.
—Ten, ponte mi bufanda, acabas de despertar —me dijo Sam dándome una bufanda de su mochila que al parecer tenía todo menos cuadernos y una pluma.
—Gracias, pero no es…
—Sí, póntela, Kate —rio y se paró en el marco de la puerta.
—No me digas Kate —hablé en voz baja.
Salí con ella del salón y bajamos los tres pisos para llegar a la base del inmenso campus y, con eso, con otros cientos de chicos y chicas, la mayoría cayendo en el estereotipo que había analizado previamente.
—¿No crees que criticarlos sin ni siquiera saber su nombre te hace igual de superficial que ellos? —dijo Sam, distraída.
—No —contesté, un poco extrañado, nunca me lo había planteado así.
—Perdón —volteó a verme mientras caminábamos a la cafetería—. A veces no filtro lo que digo, solo sale y ya…
—Sí, ya vi; no te preocupes —respondí, abrazándome, me dolieron los dedos de las manos por el viento.
Cruzamos el campo de futbol americano, el de básquetbol y llegamos, finalmente, a la cafetería que, por el frío, se encontraba a reventar.
—Ni siquiera tengo hambre —dijo Sam—. ¿Y tú?
—No, tampoco —respondí.
—Ven, ahí hay un lugar —dijo la chica caminando a una mesa ya ocupada.