Sam bajó con una sudadera y un pants.
—¿Tenías que cambiarte? Te veías bien —pregunté.
—Sí, pero no quiero cargar con todas las malas energías de la escuela, ugh —rio.
—Supongo que tiene sentido —dije.
—¡Mamá, Kate tiene hambre! —gritó Sam.
—¿Qué? Yo no dije nada —reí. Su mamá rio también.
—Ya, ya. Les sirvo —dijo su mamá.
—Te odio —le dije a Sam.
—No, no me odias —respondió ella.
Su mamá nos sirvió un plato de spaghetti de lo que parecía ser un recipiente con suficiente pasta como para acabar con el hambre del mundo.
—Provecho, Kate —me dijo la mamá de Sam.
—Gracias, igualmente, señora —dije, Sam me sonrió.
—Por favor, dime Lorena —contestó su mamá.
Enrollé un poco de pasta en mi tenedor y me lo llevé a la boca para probarlo, estaba muy caliente, pero el sabor era bueno y hasta ese momento, no me había dado cuenta de lo mucho que me estaba muriendo de hambre.
—¿Van juntos en la escuela? —preguntó Lorena.
—En el mismo salón —contestó Sam.
—Solo en algunas clases —complementé.
—¿Eres de aquí, Kate? —preguntó Lorena.
—Es californiano —respondió Sam antes de que yo pudiera hablar.
—Deja que responda, Samantha —rio Lorena.
—Bueno, no sé por qué se mudó —contestó Sam.
—Pues —pasé mi bocado—. Mi papá consiguió un trabajo aquí, así que realmente no tuvimos opción.
—No está tan mal —dijo Lorena—. El clima es agradable.
—Es frío —dijo Sam.
—Sí, pero algunos cambios son buenos —complementó Lorena.
Sam se quedó callada un segundo, pero típico de ella, no duró mucho.
—Oh, Kate es músico.
—¿En serio, Kate? —preguntó Lorena.
—Sí, bueno, algo así.
—Toca la guitarra increíble —dijo Sam emocionada.
—Eso es genial, Kate.
—Gracias —dije.
—Y un día me va a escribir una canción —dijo Sam confiada.
—¿Ah, sí? —le pregunté.
—Eventualmente —sonrió Sam.
Por un rato, Sam habló de mí sin dejarme ni siquiera opinar como si me conociera de años, su mamá solo me miraba como riendo de la situación y, aunque al principio fue extraño, terminó por sentirse lindo. Me acabé mi spaghetti.
—¿Quieres más, Kate? —preguntó Lorena.
—Sí, sí quiere —dijo Sam riendo.
—No, muchas gracias, estaba delicioso, pero voy a reventar —bromeé.
—Eso de calcular raciones no es fácil —dijo Lorena—. ¿Ves, Samantha? Para eso sirven las matemáticas.
—Y para frustrar gente altamente efectiva —respondió Sam y yo reí.
Sam levantó nuestros platos y cubiertos, nos paramos de la mesa.
—Les llevo helado. ¿Dónde estarán? —preguntó Lorena.
—En mi cuarto —respondió Sam, me latió el corazón un poco más rápido, no es que nunca hubiera ido al cuarto de una chica, pero… No, olvídalo, sí era eso.
—Está bien, Samantha —contestó Lorena.
Sam me jaló y la seguí a su cuarto. Al igual que ella, su habitación retaba las expectativas, no tenía rosa ni cosas de princesa y, en su lugar, había un par de estantes, uno con libros y otro con cuadernos, cientos de cuadernos. Había también clásicos de la literatura y otras novelas de las que había escuchado hablar mucho, pero que nunca me había animado a leer.
—Así que, en serio te gusta leer.
—¿Qué? ¿Pensaste que era broma? —contestó Sam sentándose en un sillón de gel—. Sí, Kate, me gusta mucho leer. Ven, siéntate —me ubiqué junto a ella—. ¿Lees algo?
—No —admití—. Me gustan más las películas.
—Cool —dijo Sam, se quitó su gorra.
—Pero no soy tonto —quise corregir.
—¿Qué? —preguntó Sam.
—Ya sabes, no leo, pero no soy tonto.
—Leer no te hace culto o inteligente. Puedes aprender mucho en una película o en un programa de televisión y leer por pura diversión y entretenimiento también. Eso es una opinión muy superficial, Kate; me sorprendes, es casi como si solo lleváramos dos días de conocernos.
—Perdón —reí.
—No te disculpes, no toda la gente que lee es lista y sé que no eres tonto, todo lo contrario —me sonrió.
En ese momento su mamá entró con dos copas con helado y nos las dio. Era helado napolitano.
—Espero que les guste —dijo Lorena.
—Gracias —dijimos a la vez.
Lorena salió y Sam empezó a jalar su sillón a la ventana donde había un pequeño balcón y me invitó a hacer lo mismo.
—¿Qué hacemos? —pregunté.
—Disfrutar la vista —dijo Sam. De su balcón solo se veían otras casas y unas cuantas calles a la redonda, nada realmente majestuoso.
—¿La vista? —volví a preguntar.
—Tú, siéntate —bromeó Sam.
Lo hice, en eso entró una llamada a mi celular, era mi mamá.
—Jace. ¿Dónde estás?
—En casa de Sam, mamá —contesté.
—¿Quién es Sam? —preguntó.
—Una amiga —dije, Sam comió una cucharada de helado.
—¿Una amiga? ¿No vendrás a comer? —preguntó mi mamá sorprendida.
—Sí y no, ya comí —contesté.
—¿Qué haces? —interrogó.
—Tarea. Regreso en cuanto termine, es cerca —respondí.
—Okey. Te amo, hijo.
—Yo te amo a ti, mamá —contesté.
Colgué.
—Ay, qué lindo —dijo Sam.
—Cállate —reí.
—Mi mamá también pregunta mucho —dijo Sam.
—Con que de ahí salimos —contesté.
Sam me miró y brindamos con las copas de helado.
—¿No extrañas California? —preguntó Sam.
—Supongo que después de un mes, ya lo acepté o simplemente no he reaccionado todavía —contesté.
—Buena respuesta.
—¿Tú extrañas…?
—Jacksonville; no. Mi mamá ya no estaba feliz allá y es lindo verla sonreír, cocinar y hacer cosas así —contestó Sam.
Comí un poco de helado.
—¿No extrañas a Grace? —preguntó Sam.
—A veces, supongo —contesté—. Como todo, pero es lindo comenzar otra vez.
—Sí.
—¿Y tú?
—Ya respondiste por mí, Kate.
Seguimos comiendo helado y hablando mientras se hacía de noche. El aire se tornaba más frío y se empezaban a mostrar las estrellas.