Preludio a un beso

Capítulo 2

No era La vida en rosa que tanto pregonaba la canción, pero había tomado la decisión y no iba a dar vuelta atrás.

Hacía dos meses que Evan había dejado su natal Escocia para probar suerte en París. Si bien el otoño le daba un aura especial a la ciudad; esta nueva etapa de su vida estaba resultando más complicada de lo que había imaginado.

Gracias a su nuevo mejor amigo, Evan había tenido la oportunidad de mudarse con antelación a la ciudad luz antes de comenzar los cursos para convertirse en chef repostero. Además, consiguió trabajo en un restaurante de buena reputación el cual le daría experiencia y le ayudaría a solventar sus gastos una vez que comenzaran los cursos. El ritmo en las cocinas era vertiginoso y ni siquiera realizaba tareas que tuvieran que ver directamente con la repostería. Invariablemente el  “trabajo sucio” recaía en él y era el doble de labores que las que tenía en el hotel familiar. No quería pensar mal de sus empleadores y compañeros de trabajo, pero a veces sentía una actitud hostil por parte de ellos. Sospechaba que su situación de ser extranjero no ayudaba mucho. Hablaba bien el francés, pero era difícil seguir el ritmo y lo que era peor, todavía no entraba al instituto culinario y pensar en cómo se le triplicaría el trabajo una vez que comenzara la temporada invernal y los cursos le causaba una gran desazón.

Sus padres nunca se opusieron a sus objetivos y encontró apoyo por parte de la familia, ya que desde muy joven se había acostumbrado a trabajar en las cocinas del negocio de sus abuelos (uno de esos castillos que terminaban siendo transformados en hotel) a las afueras de Edimburgo. Disfrutaba de todas las actividades que tuvieran que ver con la cocina, desde cultivar los vegetales hasta experimentar con los recetarios que estuvieran a su alcance. Lo que más gustaba preparar eran los postres y la posibilidad que ofrecían de hacer más duradero un buen momento alrededor de la mesa. Eran sinónimo de celebración y le gustaba el sentimiento de expectación en sus comensales al momento de ofrecerles sus pequeñas obras de arte. A veces su gusto por la cocina lo hacía sentir algo fuera de lugar e instintivamente (y quizás incitado por las burlas de su hermano mayor), buscó un mecanismo de defensa para encajar durante sus años de escuela. En una escuela exclusiva para varones no estaba asegurada su sobrevivencia si hacía evidente que le gustaba cocinar (y peor aún ¡hacer pasteles!). Su padre los había acostumbrado a él y a sus hermanos desafiar el voluble clima de Escocia con actividades al aire libre. Estaba acostumbrado a salir en bote y a pescar, y así encajó fácilmente en las actividades deportivas de su escuela y hasta formó parte del equipo de remo. Simplemente disfrutaba de las posibilidades que ofrecía la naturaleza escocesa. A veces a su familia y amigos les parecía una disparidad que un muchacho tan enérgico y atlético quisiera ser chef de repostería, pero así era y sus decisiones eran respetadas. Terminada la escuela, Evan de algún modo se las arregló para que sus padres le permitieran tomar un año sabático antes de decidir entrar o no a la universidad en Edimburgo. De hacerlo así serían tres años de estudio y pasar a administrar el hotel de sus abuelos. La otra opción era tomar un atajo y entrenarse como chef repostero en menos de un año. Por lo pronto se dedicaba solo al trabajo en el castillo Fairlies y a salir de campamento con sus amigos. Llegado el verano, él y sus amigos organizaron una expedición por los famosos “stacks” en las costas de Escocia. Estaban decididos a escalar el “Old man of Stoler” y ahí cruzaron su camino con el de otros jóvenes viajeros igualmente hambrientos de aventura, y entre los cuales se encontraba John.

John había decidido realizar ese viaje a modo de celebración. Acababa de graduarse como administrador de artes culinarias en un prestigioso instituto en París. Fue el trabajo en equipo lo que los unió e hizo buenos amigos durante la aventura de alpinismo. Ambos disfrutaban al máximo la experiencia y se fueron dando cuenta de todo lo que tenían en común.

El ritmo de vida de John era muy distinto al de Saskia. Él no había heredado la misma destreza para la música que su hermana menor. Aunque había recibido clases por parte de su abuelo, sus intereses no giraron nunca alrededor de ningún instrumento musical. Y no era que no apreciara la buena música, pero nunca había tenido la paciencia de sentarse a “picotear las teclas” del piano, y aún más exasperante encontraba los “chirridos” que él mismo lograba sacarle al violín. En cambio, demostró un gran interés por la cocina. Cuando era niño dejaba volar su imaginación y jugaba a preparar complicadas pociones en las que los ingredientes debían ser cuidadosamente medidos. Poco a poco, encaminado por su abuela, experimentó con los recetarios de la casa, y se convirtió en su mano derecha cuando se celebraba alguna reunión familiar y cuando llegaba la temporada de navidad. Le enorgullecía ver a los comensales engullir con gusto todo lo que él había cocinado con tanto esmero. De la cocina de la casa pasó a la cocina del restaurante Clair de lune, donde convenientemente su tía era socia (lo cual no le había supuesto ningún trato preferencial). Así que, llegado el momento, no fue ninguna sorpresa cuando anunció que quería ser chef profesional (por lo menos no fue sorpresa para la familia del lado paterno; del lado materno, ni hablar, la palabra “decepción” no abarca la gama completa de sentimientos que pasaron por su madre y abuelos).



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En el texto hay: primeramor, romance, musica piano

Editado: 23.04.2019

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