He perdido la cuenta de cuántas veces me han dicho que soy un caso perdido. Como si mi existencia misma fuera un problema que resolver. Me dicen que me quejo mucho, pero, paradójicamente, yo escucho más quejas sobre mí que las que hago yo misma. "Podrías ser más esto, menos aquello", "eres demasiado así, no lo suficiente allá". Para una persona que vive con ansiedad y depresión, oír estas críticas de manera constante no es solo un golpe bajo; es como vivir en un infierno disfrazado de cotidianidad. Un infierno que se disfraza de normalidad, en el que las palabras que lanzan los demás se convierten en cuchillos invisibles que me acompañan a todas partes.
La primera vez que escuché la palabra "depresión" tenía 9 o 10 años. Estaba en el consultorio de un psicólogo que me atendía a través de un programa del gobierno, después de la separación de mis padres. Lo curioso es que la separación en sí misma no me afectó tanto como podría haberse esperado. De hecho, la idea de que se separaran me parecía más bien liberadora. Lo que realmente me lastimaba era la sensación de que mi papá nunca me había querido, de que siempre tenía que esforzarme demasiado para captar su atención. Me convertía, sin darme cuenta, en un payaso frente a él, buscando sacarle una risa, una sonrisa, cualquier pequeño gesto de aprobación que pudiera darme la ilusión de ser vista. Pasé años esperando a que fuera cariñoso conmigo, pero eso nunca sucedió. Ahora, a mis 25 años, entiendo un poco mejor por qué, pero eso no borra el dolor acumulado.
La palabra "depresión" se ha convertido en una sombra constante en mi vida, como un acompañante silencioso que nunca me ha abandonado. Incluso ahora, cuando pienso en los momentos de mi infancia o adolescencia, me resulta difícil recordar una época en la que no me sintiera triste. Es como si la tristeza fuera mi estado natural, algo que simplemente acepté como parte de mí. La felicidad, en cambio, parece ser solo una ilusión pasajera, un momento fugaz que aparece y desaparece antes de que pueda agarrarme a él. Lo que me lleva a preguntarme: ¿alguna vez he sido realmente feliz? Porque si la felicidad son solo esos breves instantes que no consigo retener, tal vez nunca la haya experimentado plenamente.
Es cierto que, desde afuera, he sido una chica con todo lo material a su favor. No me falta nada en ese sentido, y estoy profundamente agradecida por los esfuerzos que han hecho por mí. Pero siempre hay un "pero", y ese "pero" pesa más de lo que muchos entienden. Mi vida emocional ha sido como una bola de nieve que ha crecido con cada año que pasa, acumulando más dolor, más ansiedad, más desesperanza. Ahora, me encuentro en un punto en el que incluso intentar abarcar todo lo que siento se vuelve una tarea imposible.
Los acontecimientos de mi vida me han moldeado, me han empujado hacia un rincón del que no sé cómo escapar. Me he convertido en una chica triste, desilusionada, llena de ansiedad y miedo, con 0 ganas de vivir. A menudo me dicen que no debo sufrir por lo que ya pasó, que deje atrás el pasado. Pero eso es mucho más fácil de decir que de hacer, especialmente cuando no tienes las herramientas emocionales para lidiar con lo que arrastras desde hace tanto tiempo.
He hecho la vista gorda a muchos de mis problemas, intentando continuar con mi vida como si nada hubiera pasado. Es como caminar por un sendero lleno de basura y pretender que no está ahí, seguir avanzando, aunque cada paso se vuelve más difícil. Durante años, he acumulado esa "basura" emocional, sin detenerme a limpiarla, hasta que el peso de todo ello se volvió insoportable. Dieciocho años de cargar con cosas que no sé cómo manejar, sin ninguna herramienta para hacerlo.
Y llega un punto en el que simplemente te sientes exhausta. Miras a tu alrededor y te das cuenta de que la vida que llevas no es la que habrías elegido para ti. Pusiste a los demás por encima de ti una y otra vez, y ahora te encuentras atrapada en una existencia que no te llena. Y, como si eso no fuera suficiente, un día te despiertas y, de repente, tienes una enfermedad. Ahora la carga es doble: tienes que lidiar no solo con el dolor emocional, sino también con el físico. El dolor de un corazón roto, el dolor de un cuerpo enfermo, el peso de un pasado que te persigue sin descanso.
Llega un momento en el que comienzas a llorar sin saber exactamente por qué. Las lágrimas caen porque estás cansada. Cansada de sufrir, cansada de la carga mental y emocional, cansada en lo más profundo de tu alma. Y, al final, te preguntas: ¿por qué sigo levantándome cada mañana? A veces pienso que lo hago por remordimiento, porque no quiero hacer daño a quienes me rodean. Sé que si tomara la decisión de desaparecer, lastimaría a las personas que amo. Pero también, una parte de mí se pregunta si tal vez eso sería una liberación para todos.
Es difícil no sentirse como una carga. Las personas con depresión somos a menudo vistas como un peso, alguien cuya energía es difícil de soportar. Y aunque sé que no es intencional, la sensación de ser una molestia está siempre presente.
Sueño con una vida diferente. Una en la que pueda ser feliz, una en la que haya personas que me amen incondicionalmente, una en la que pueda hacer lo que me gusta sin sentirme atrapada en una rutina de dolor constante. No es que no quiera vivir; de hecho, quiero hacerlo. Pero lo que quiero es vivir sin este dolor que me quema por dentro. Quiero vivir sin este sufrimiento constante que me hace sentir que la única solución es apagarlo todo.
~ A veces, cuando apago la luz y me acuesto en la cama, mi cuerpo parece listo para descansar, pero mi mente nunca se detiene. Cierro los ojos, pero el sueño no llega. La ansiedad toma el control, y siento un nudo en la garganta, como si el aire se volviera más denso, difícil de tragar. Quiero llorar, pero no siempre lo hago. Lo que me abruma no es solo la tristeza, es la sensación de estar atrapada en un ciclo interminable. No quiero enfrentar el día siguiente. Y entonces, en medio de esa angustia, le rezo a Dios. Le pido con desesperación que me lleve mientras duermo, que apague este sufrimiento de una vez por todas.