Se supone que los monstruos viven debajo de la cama, en las pesadillas o incluso en los closets. El mío vivía en mi casa, tenía cara y un nombre.
Tenía unos 9 años cuando todo comenzó. Recuerdo sentirme incomoda y con una sensación de suciedad. Me sentía sucia en mi propia piel. Me sentía indigna y sobre todo rota.
A esa edad claramente no podía describir como me sentía, pero si lo pienso, es eso lo que había en mi corazón en ese momento.
El monstruo aprovechó su forma, estatus y sobre todo la confianza que se le depositaba para cumplir sus deseos más escalofriantes. A veces siento que yo fui el objeto de un desate de furia, rabia, enojo, rencor y malicia.
Mi mundo, que antes era un lugar seguro, comenzó a desmoronarse en su presencia. Su sonrisa era una máscara que ocultaba la oscuridad que habitaba en su interior. Aunque los adultos a mi alrededor no veían más que a alguien digno de confianza, yo podía sentirlo: su mirada lasciva, sus manos demasiado insistentes, sus palabras que se retorcían en mi mente como serpientes venenosas.
A menudo, me encontraba paralizada, atrapada en un silencio que me consumía. Intentaba gritar, pero las palabras se quedaban atascadas en mi garganta, como si la propia casa se hubiera convertido en un carcelero, impidiendo cualquier intento de liberar mi verdad. En ocasiones, sentía que me observaba, disfrutando de mi incomodidad, como un depredador que juega con su presa antes de devorarla.
Recuerdo momentos en los que, tras un encuentro con él, me encerraba en mi habitación, abrazando mis piernas contra el pecho, deseando que la oscuridad me tragara. Las lágrimas caían, pero me sentía incapaz de compartir mi dolor. En mi mente infantil, el monstruo tenía una cara, un nombre, y era un secreto que nadie debía conocer. Sentía que si revelaba su verdadero yo, todo se desmoronaría: la familia, la confianza, la seguridad que aún podía aferrarme.
El monstruo se alimentaba de mi confusión, de mi miedo, de la manera en que me sentía atrapada entre la realidad y la pesadilla. Con cada interacción, me robaba más de mi esencia, dejándome con la sensación de ser un caparazón vacío. Sentía que algo dentro de mí se quebraba, que mi inocencia se evaporaba como el humo, y con cada día que pasaba, esa sensación de suciedad se hacía más profunda, como una mancha imposible de borrar.
A los nueve años, el mundo debería haber sido un lugar de juegos y risas, pero el mío era un laberinto de engaños y manipulaciones. En ese momento, no sabía que la vida podía ser diferente, que podría haber luz en medio de la oscuridad. Solo sabía que el monstruo no solo habitaba en la sombra; estaba aquí, en mi hogar, en mi vida, y yo no tenía manera de escapar.
~Reconocer al monstruo es el primer paso para quitarle su poder. No estás sola, y tu voz es el faro que puede iluminar el camino hacia la sanación. Permítete sentir, hablar y buscar ayuda; porque, aunque el dolor deje cicatrices, también es posible reconstruir la luz en medio de la oscuridad…~