Presente En Mis Ruinas

Capítulo 7: “El principio del fin”

Nunca imagine que el amor pudiera ser tan devastador. En aquel momento, parecía perfecto, como si todo hubiera sido escrito para ser eterno. Pero ahora, mirando hacia atrás, me doy cuenta de que cada sonrisa, cada promesa, cada beso, era solo un preludio a la tormenta. A veces, el amor llega como un susurro, otras veces como un huracán. Y el nuestro… fue una tempestad de la que aun intento escapar.

Al principio me cayó mal. No lo voy a negar. Tenía esa actitud arrogante, casi altanera, de alguien que cree que siempre tiene la razón. Me parecía déspota, como si hablara desde un pedestal. No entendía por qué me hablaba así, por qué me descolocaba tanto. Y sin embargo, ahí estaba yo, respondiéndole, enredándome en conversaciones que me dejaban con el corazón acelerado.

No sé en qué momento exacto pasó, pero lo que empezó como rechazo se convirtió en curiosidad. Y después, en una conexión que no supe cómo explicar. Porque no fue solo su físico —aunque me encantaba, me parecía hermoso, magnético, deseable— sino lo que fue construyendo conmigo con palabras. Se dio el trabajo de conocerme, de verdad. No solo lo que mostraba, sino lo que ocultaba. Me preguntaba por cosas que nadie nunca había notado. Me escuchaba con atención, incluso en mis silencios. Me sentía vista. Profundamente.

Teníamos una relación a distancia. Nunca creí que algo así pudiera ser tan intenso. Pero con él, lo era. Cada conversación era una especie de refugio. Cada llamada, una llama que crecía. A veces hablábamos hasta la madrugada. A veces solo nos escribíamos, pero siempre estaba ahí, presente, constante. Me enamoré de alguien que no podía tocar. Me enamoré con el alma. Y fue tan real como cualquier historia cara a cara.

El día que lo conocí en persona fue una mezcla de nervios, ilusión y una felicidad que no me cabía en el pecho. Estaba tan nerviosa, como si todo mi cuerpo supiera que algo grande estaba por suceder. Cuando lo vi, sonrió. Y me pidió un beso. Fue un beso casto, sencillo… pero para mí, fue como si todas las mariposas que había estado reprimiendo durante meses despertaran al mismo tiempo. Sentí una electricidad imposible de ignorar.

No nos vimos muchas veces, pero cada encuentro era una historia en sí misma. Valían por mil. Todo se intensificaba. Cada roce, cada mirada, cada palabra. Y entonces pasó… una noche, por esas vueltas extrañas de la vida, quedamos solos en una cabaña.

Y ahí nos entregamos.

No fue sexo. Fue amor. Fue deseo y ternura mezclados en la medida exacta. Me tocó como si yo fuera frágil y valiosa. Me besó con devoción. Me desnudó como si estuviera desenvolviendo algo sagrado. Cuando me tuvo frente a él, sin nada que esconder, me miró con una ternura tan profunda que quise llorar. Me dijo que mi piel era perfecta. Y lo dijo desde una verdad que se sintió eterna.

La luna entraba por la ventana, iluminándonos. Era como si el mundo entero se hubiera detenido solo para nosotros. Nunca me habían hecho el amor así. Nunca me habían amado así.

Esa noche hablamos, nos reímos, nos abrazamos como si no existiera un mañana. Me dormí en su pecho. Y por un momento, creí que la vida se trataba de eso: de encontrar un lugar donde todo lo que eres es suficiente.

Yo lo amaba. Lo amaba de una forma que me daba miedo. Porque en él encontraba todo lo que había buscado. Y, aun así, algo dentro de mí sentía una pequeña alarma que preferí ignorar.

Con el tiempo, la máscara empezó a caerse. Empecé a notar contradicciones, vacíos, cosas que no cuadraban. Mentiras pequeñas primero. Después más grandes. Promesas que no se cumplían. Justificaciones que se deshacían con el mínimo roce de la verdad. Yo odiaba las mentiras. Él lo sabía. Y aun así, me mintió. Mucho.

Lo perdoné. Más de una vez. Porque lo amaba. Porque quería creer que todo podía arreglarse. Porque veía en él al hombre que conocí en un principio, ese que me miraba como si yo fuera lo más hermoso de la tierra. Me aferré a esa versión suya como si pudiera rescatarla. Como si pudiera traerla de vuelta.

Pero con el tiempo, entendí que esa versión quizá nunca existió del todo. Que había inventado una personalidad para enamorarme. Y que no pudo sostenerla.

Seguí ahí incluso cuando me hería. Incluso cuando sabía que me estaba perdiendo a mí por intentar salvar algo que ya no era real. Me culpé. Me culpé por no dejarlo antes, por amar a alguien que me rompía poco a poco. Y aun así, lo seguía amando.

Hasta que un día, me fui.

Fue lo más difícil que he hecho en mucho tiempo. Irme de ahí, amándolo. Saber que no podía seguir dándole pedazos de mí a alguien que ya no sabía qué hacer con ellos. Fue un acto de amor propio. Doloroso. Lento. Real.

Todavía pienso en él. A veces me pregunto si aún me recuerda. Si alguna vez sintió de verdad todo lo que decía. Si se arrepiente.

A veces lo extraño. A veces lo odio. A veces solo me duele.

Pero sé que hice lo correcto. Porque elegirme a mí fue más importante que seguir rogando por una verdad que nunca llegó.

Y aunque ya no esté, hay un rincón de mí donde sigue vivo. No porque lo espere. Sino porque lo que vivimos fue real. Al menos para mí.

Quizá hay amores que no están destinados a quedarse, pero sí a marcarte para siempre.

Él fue uno de esos.

A ti,
que fuiste el amor más bonito que he conocido,
y también el que más dolió.

Fuiste mi alegría y mi tormenta,
mi calma y mi tempestad,
la luz que iluminó mis días más oscuros
y la sombra que dejó cicatrices en mi alma.

Te llevas un pedazo enorme de mí,
un capítulo que nunca supe cómo cerrar,
pero también la verdad más pura que he vivido.

Si algún día lees estas palabras,
quiero que sepas que te amé con todo mi ser,
con una intensidad que quemó mi piel y mi corazón.

Aprendí que hay amores que se sienten eternos,
que dejan huellas imborrables,
aunque no duren para siempre.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.