Desde que tengo memoria, mi madre ha sido un pilar inquebrantable, un faro que ilumina incluso las noches más oscuras. Su vida no ha sido fácil, y es precisamente en esa dificultad donde radica su grandeza.
Nació en un hogar donde el cariño era un recurso escaso. Su madre, una mujer endurecida por sus propias batallas, no supo darle la ternura que una niña merece. Su padre, aunque presente, se mantenía distante, indiferente a los vaivenes de la vida familiar. Desde muy pequeña, mi madre aprendió que la supervivencia dependía de su fuerza interna, de una valentía que nunca nadie le enseñó, pero que brotó de ella como un instinto natural.
Con el paso de los años, esas heridas no la quebraron; la moldearon. Cuando tuvo a sus propios hijos, decidió que nuestra infancia sería distinta a la suya. Y así fue. Aunque enfrentó retos que podrían haber aplastado a cualquiera, mi madre nos crió con amor, paciencia y una determinación feroz. Recuerdo cómo después de largas jornadas de trabajo llegaba a casa con una sonrisa y nos preguntaba cómo había sido nuestro día. No importaba cuán cansada estuviera, siempre había tiempo para nosotros.
Estudiar una carrera universitaria mientras criaba a cuatro niños es algo que sigue dejándome sin palabras. No solo lo logró, sino que lo hizo con excelencia. Nunca se quejó de las noches en vela, de las tareas interminables o de los sacrificios que tuvo que hacer. Para ella, era simple: educarse era la llave para un mejor futuro para todos nosotros.
Convertirse en profesora fue algo que parecía estar escrito en su destino. Mi madre tiene un don innato para enseñar. Los niños, incluso aquellos que otros consideran "difíciles", encuentran en ella a alguien que los escucha, los comprende y los motiva. Hay algo en su voz, en su manera de mirar a cada estudiante, que les hace sentir que son importantes, que pueden lograr cualquier cosa. Tal vez porque eso mismo nos enseñó a nosotros, sus hijos.
Pero lo que más admiro de ella no es solo su capacidad de lucha o su talento como profesora, sino su corazón. Mi madre es una de las personas más bondadosas que he conocido. Es honrada hasta el extremo, humilde en sus logros y siempre dispuesta a ayudar a quien lo necesite. Aunque guarda rencor por el pasado, no permite que las cicatrices de su infancia la definan por completo. En su lugar, elige cada día ser mejor, dar lo mejor de sí.
Gracias a ella, entendí que la verdadera valentía no está en no tener miedo, sino en enfrentarlo. Que la bondad no es un acto aislado, sino un estilo de vida. Que la educación es un derecho, pero también una herramienta para transformar realidades. Y, sobre todo, que el amor es una decisión diaria, un compromiso que se demuestra con acciones.
Cuando pienso en mi madre, no puedo evitar sentir una profunda gratitud. Por todo lo que nos dio, por todo lo que nos enseñó y, sobre todo, por ser el ejemplo vivo de que, sin importar cuán dura sea la vida, siempre se puede elegir el camino de la bondad y la esperanza. Ella es, sin duda, la historia más hermosa que jamás contare.
~Honrar a quienes nos levantan es reconocer que la fuerza y la bondad se aprenden con el ejemplo. Que la lucha silenciosa de una madre puede ser el faro que ilumina generaciones. Y que, en su historia, también encontramos la inspiración para escribir la nuestra con coraje y amor…~