Hay decepciones que no se gritan. No hacen ruido. No traen discusiones ni portazos. Solo se sienten. Se sienten como una punzada muda en el pecho, como una lágrima que no sale, pero se queda ahí, colgando del alma. Las decepciones en las amistades, esas que nadie te advierte, son de las que más duelen. Porque no duelen solo por lo que ocurrió, sino por todo lo que no ocurrió. Por el silencio. Por la indiferencia. Por la frialdad de quien alguna vez te hizo sentir que nunca estarías sola.
A veces me detengo a pensar en cómo, con algunos amigos, un solo malentendido es suficiente para que todo lo que construyeron juntos se venga abajo. Como si las palabras que alguna vez nos unieron se borraran de un plumazo. Hay personas que no saben reparar. Que no saben pedir perdón. Que no saben mirar al otro con humanidad cuando se comete un error. Es como si la amistad tuviera fecha de vencimiento, y una vez pasada, uno ya no tuviera derecho a equivocarse ni a sentirse herido. Y lo más triste de todo, es que muchas veces ni siquiera hay un “lo lamento”, ni un “hablemos”, ni un “¿cómo estás?”. Solo el más frío y punzante de los castigos: el silencio.
Y es en esos momentos, cuando uno deja de ser amigo de alguien, que realmente lo conoce. Cuando te retiran la máscara del cariño, del afecto, de la lealtad. Ahí es cuando descubres quién era realmente. Porque en el fondo, los vínculos se ponen a prueba no en los días de risa, sino en los días de llanto. En los días en que necesitas un abrazo, un mensaje, una palabra simple: “estoy aquí”. Y si eso no llega, la herida no la provoca solo el dolor propio, sino también la sorpresa. La decepción. La desilusión de darte cuenta que, una vez más, diste más de lo que recibiste.
A veces me pregunto si el problema soy yo. ¿Será que espero demasiado? ¿Será que idealizo? ¿Será que no sé elegir bien? Pero es raro, porque si hay algo que siempre he intentado es no dañar. No herir. Querer bonito. Cuidar. Tener empatía. Ser ese tipo de amiga que escucha, que acompaña, que se alegra genuinamente por los demás, que nunca juzga a la ligera. ¿Entonces por qué tantas veces termino con el corazón hecho trizas?
Recuerdo especialmente una amistad. Alguien que consideré muy importante. Y cuando murió mi tambor, mi compañero, mi corazón, se lo conté. Estaba destrozada. Esperaba al menos un “lo siento”, un mensaje, algo. Pero no hubo nada. Me ignoró por completo. No solo no respondió, sino que después de ese momento simplemente desapareció. Como si mi dolor fuera insignificante. Como si yo también lo fuera. Y eso… eso me quebró.
Esa misma persona solía hablar mal de otros. Juzgaba decisiones ajenas, comentaba con superioridad moral sobre actitudes que no le parecían correctas. Y el día que ocurrió un incidente —un malentendido entre nosotras— hizo exactamente lo mismo que criticaba. Ahí comprendí que muchas veces la gente habla desde un pedestal falso. Que lo que proyectan no siempre coincide con lo que son. Que hay quienes no soportan verte feliz, ni fuerte, ni más en paz que ellos.
Uno se va acostumbrando a los comentarios pasivo-agresivos. A esa sensación de que no puedes compartir tus logros con libertad, porque algo en el ambiente se tensa. Como si tu bienestar fuera una amenaza. Como si mejorar, crecer, brillar, molestara. Pero eso no es amistad. No lo es.
Y aún así, uno sigue intentando. Porque no todos somos iguales. Porque no queremos rendirnos. Porque creemos que las conexiones humanas merecen esfuerzo. Pero llega un punto en que te cansas. Te cansas de dar sin recibir. De cuidar sin ser cuidada. De estar siempre disponible, pero sentir que nadie está disponible para ti.
Me entristece toparme con personas así. Con quienes no saben lo que es la lealtad. Con quienes huyen al primer conflicto. Con quienes no entienden que las relaciones también se reparan, que también se sanan si hay amor verdadero. Pero, sobre todo, me duele que, para muchas personas, todo sea desechable. Incluso tú.
Yo no soy así. Y me niego a convertirme en alguien que solo se cuida a sí misma. Pero también he aprendido que la empatía no se exige. Se da. Y si no está en el corazón del otro, no hay forma de fabricarla.
He perdido amistades que pensé que durarían toda la vida. Y aunque algunas duelen más que otras, hoy solo espero que la próxima vez el cariño sea mutuo. Que la próxima vez alguien se quede. Que la próxima vez, si cometo un error, me escuchen antes de juzgar. Y que si algún día vuelvo a llorar por algo que amo —como lloré por mi tambor—, alguien me abrace, aunque sea con palabras.
Porque a veces, una amistad no muere por una pelea. Muere por la indiferencia. Por la falta de humanidad. Por olvidar que, detrás de cada mensaje ignorado, hay un corazón que solo pedía ser visto.
~Si alguna vez te sientes rota por una amistad que no supo quedarse, no te conviertas en alguien que deja de querer bonito. No endurezcas el corazón solo porque el de otros era blando. Aprende a irte también, sí… pero no de ti. No abandones tu forma de sentir por culpa de quienes no supieron cuidarla.
A veces, no hay que buscar el error en uno, sino entender que no todo el mundo tiene la capacidad de verte como tú ves a los demás. No todos saben querer con profundidad, y eso no te hace menos. Solo te hace diferente.
No te avergüences por haber sido leal, empática o generosa con quien no lo merecía. Eso dice mucho de ti… y nada de ellos.
Y si llega el día en que alguien te extrañe, que sea por tu luz, no por tu ausencia. Porque fuiste más hogar que ego. Más abrazo que orgullo.
Porque tú sí sabes lo que es quedarse…~