Cuando llegué desde otra ciudad para asistir al funeral de mi papá, no imaginé que me enfrentaría a un escenario tan hostil y doloroso. Mi hermana y yo, hijas de ese hombre al que tanto amamos, fuimos recibidas no como familia, sino como extrañas incómodas en un espacio que se suponía era nuestro refugio para el duelo.
Desde el primer instante, las miradas no solo fueron duras, sino crueles. Era como si estuviéramos siendo juzgadas por algo que nunca elegimos: no ser hijas de matrimonio. Nos hicieron sentir como si fuéramos una mancha en la historia de nuestra propia sangre. Esa sensación, de ser “las bastardas”, nos atravesó como un frío que no se va.
Ni siquiera se nos pidió consentimiento para las decisiones que se tomaron sobre el entierro. Como si nuestra voz no importara, como si no existiéramos en la ecuación más importante de nuestras vidas. Recuerdo que, mientras mi papá aún no era enterrado, el hijo mayor comenzaba a discutir y pelear por las cosas materiales, dejando claro que para algunos el valor estaba en lo material y no en el amor ni el respeto.
La ceremonia en la iglesia fue un momento de silencio y exclusión para nosotras. No pudimos hablar, no nos dieron espacio para expresar nuestro dolor ni para compartir un último adiós en palabras. Fue un mutismo impuesto que dolió más que cualquier lágrima.
Cuando llegó el momento de los discursos, ni siquiera se nos permitió participar. Nos ignoraron con la indiferencia de quienes creen tener la verdad absoluta y el control sobre la narrativa. Fue entonces cuando sentí que debía alzar la voz, aunque solo fuera en mi mente, para decir lo que nadie quiso escuchar.
Si hubiera podido pararme frente a todos, esto habría dicho con todo el respeto y la firmeza que merecen la verdad y mi padre:
Discurso:
“Quisiera comenzar agradeciendo sinceramente a quienes, con respeto y humanidad, se acercaron a mi hermana y a mí para expresar sus condolencias. En momentos como estos, el respeto no es un simple gesto, es una necesidad fundamental.
Me parece indignante y casi inaceptable que, en un espacio sagrado para el duelo, personas adultas, incluso ancianas, pierdan el mínimo de criterio y decencia al presentarse con prejuicios, juicios y una falta de respeto tan evidente.
Si alguien aquí tuvo algún desacuerdo o problema con las decisiones que tomó mi papá en vida, el lugar para aclararlo era con él, no aquí, no ahora. Si no lo hicieron, ese asunto ya no es nuestro, ni de mi hermana ni mío. El pasado no se cambia, pero sí merece respeto.
Le duela a quien le duela, somos hijas legítimas de nuestro padre. Él nos amó, nos adoró y nos protegió durante toda su vida, y eso nadie puede negarlo ni cuestionarlo.
En honor a la verdad dejare en claro que, el estado civil de mi papá era ‘divorciado’. Por lo tanto, aquí no hay viuda que ostente autoridad sobre su memoria ni sobre su familia. Pido respeto por la verdad de su vida, por sus decisiones y por el legado que nos dejó.
A quienes insisten en propagar habladurías sobre mi hermana, sobre mí, e incluso en los casos más retorcidos, sobre mi madre, les digo que no toleraré ni una palabra más. Basta de alimentar juicios infundados y relatos malintencionados que solo hablan de la miseria interior de quienes los difunden. Esas murmuraciones, los comentarios malintencionados, solo revelan la falta de empatía y humanidad de quien las pronuncia.
Quiero dejar claro que, aunque no nací dentro de un matrimonio, nací del amor verdadero y profundo que mis padres se tuvieron. Ese amor que, aunque con el tiempo cambió de forma, se transformó en una amistad basada en el respeto, la admiración y el cariño.
Finalmente, para quienes creen en jerarquías y líneas de sangre, les recuerdo que mi hermana es la última en la línea, y es esa posición la que respeto y defiendo con toda mi fuerza.
Este no es solo un funeral. Es un momento para honrar la verdad, para respetar el amor en todas sus formas, y para cerrar ciclos con dignidad.”
Decir esas palabras hubiera sido, para mí, un acto de justicia, no solo para mí y mi hermana, sino por sobre todo, para mi madre, quien durante años fue victima silenciosa de ese mismo maltrato.
Ese día, aunque el silencio fue impuesto, mi corazón gritaba por justicia, por respeto, por reconocimiento. Aprendí que el duelo no solo es enfrentarse a la pérdida, sino también a la lucha por el lugar que merecemos dentro de esa historia.
El amor de un padre no se mide por el papel que firme ni por las apariencias que otros quieren imponer, sino por la fuerza con la que se sostiene en la vida de sus hijos. Y eso, nadie podrá borrarlo.
~A veces, el duelo no solo duele por la pérdida, sino por la forma en que otros intentan borrarte de la historia que también es tuya. Pero no hay mentira, ni mirada ajena, que pueda silenciar el vínculo real entre un padre y sus hijas. La sangre no necesita permiso, y el amor verdadero no requiere justificación. Defender nuestra verdad no es falta de respeto; es un acto de dignidad. Y en medio del ruido y la injusticia, nos queda algo que nadie puede quitarnos: la memoria limpia, el corazón en paz y la certeza de haber amado sin condiciones…~