A veces no es una crisis. No es un gran evento, una pelea, una mala noticia. A veces, simplemente estás sentada. Respirando. Viviendo. Y de repente, el cuerpo comienza a apagarse desde adentro.
Siento un ardor leve en la garganta, como si algo se estuviera quemando en silencio. Al principio lo ignoro, pienso que quizás es cansancio. Pero después, se transforma. Se convierte en un nudo que sube, que aprieta, que no se deshace. Intento tragar saliva, pero es como si cada intento solo hiciera que se cerrara más. Y entonces, llega: la asfixia invisible. Esa sensación de que algo —no sé qué— me está apretando por dentro, como si mis propias emociones hubieran decidido encerrarme desde el cuello hacia abajo.
El pecho se me comprime. Como si alguien colocara una piedra sobre mi caja torácica y presionara con fuerza, sin piedad. Me cuesta respirar, pero no porque me falte el aire, sino porque el aire no llega. Inhalo, exhalo, y aun así… no pasa. Es como si el aire no me alcanzara. Como si mi cuerpo hubiera decidido que respirar ya no es suficiente.
Y lo más triste es que a veces ni siquiera sé por qué. Si es algo en particular o es todo.
No hay un detonante claro. Solo está ahí. Llegó. Se instaló. Y yo… simplemente existo dentro de eso. No tengo cómo escapar. No tengo cómo detenerlo. A veces ni siquiera tengo la energía para intentarlo.
Hay momentos en que me dan ganas de llorar. Así, sin más. Estás en la cocina, lavando una taza, y sientes que las lágrimas se acumulan en los ojos. Y no sabes por qué. Solo sabes que estás agotada. Vacía. Sobrepasada. Como si tu cuerpo estuviera pidiéndote rendirse, aunque no te lo diga con palabras.
Y entonces te detienes. Dejas la taza. Te sientas en el suelo del baño o sobre la cama sin tender, y te quedas ahí. Mirando un punto fijo. Con el corazón acelerado. La mente revuelta. Y una sola pregunta rondando por dentro: ¿por qué me siento así?
Y no hay respuesta.
Porque no pasó nada... y al mismo tiempo, pasó todo.
Pasó el cansancio acumulado. Pasaron los días fingiendo que estás bien. Pasaron los “tengo que” y los “debo hacerlo” que te repetiste tantas veces que ya no sabes si eres tú quien decide o la culpa. Pasaron las noches en que no dormiste bien. Pasaron las decepciones, los vacíos, las cosas que no dijiste, las emociones que tragaste.
Y un día, simplemente, el cuerpo ya no puede más.
La ansiedad no es solo miedo. Es agotamiento. Es no poder hacer tareas simples como lavarte el pelo o contestar un mensaje. Es mirar el celular durante horas sin tener fuerza para responder un “hola”. Es sentir que el mundo sigue girando, pero tú estás atrapada bajo el agua.
Y nadie lo ve.
Porque te maquillas. Porque sonríes. Porque “eres fuerte”. Porque “mira todo lo que has logrado”. Pero nadie sabe qué hace una hora estabas abrazando tus rodillas en la ducha, intentando no ahogarte en tus propios pensamientos.
Nadie sabe que te levantaste solo porque no podías permitirte faltar de nuevo. Que no dormiste bien, que te duele el pecho desde hace días, que tienes ganas de desaparecer sin hacer escándalo. Que si por ti fuera, te quedarías todo el día acostada, en silencio, mirando el techo, esperando que el dolor se aburra y te deje en paz.
Pero eso no se dice.
No se dice que te estás deshaciendo. Que la ansiedad no te deja vivir. Que a veces ni siquiera sabes quién eres debajo de todo este ruido mental. Que estás ahí, con el alma hecha trizas, pero con la cara lavada y el “estoy bien” listo para salir cuando alguien pregunta.
Yo no estoy bien.
Y sé que decirlo no lo arregla. Pero también sé que silenciarlo no lo sana. La ansiedad me habita. Me atraviesa. Me ahoga. Y aun así, aquí estoy, escribiendo esto. Porque, aunque no pueda levantarme hoy, aunque me cueste respirar, aunque no entienda por qué me duele tanto sin motivo aparente… sigo.
Sigo, aunque no tenga fuerzas.
Sigo, aunque me queme la garganta y me tiemblen las manos.
Sigo, porque escribir esto es lo único que me recuerda que sigo viva.
Y tal vez, con eso, por hoy, sea suficiente.
~No hay nada más difícil que luchar contra algo que no se ve. Porque cuando duele el cuerpo, te creen. Pero cuando duele el alma, te piden explicaciones que ni tú tienes. Y esa es la peor parte de la ansiedad: no siempre tiene sentido. Llega cuando todo parece estar bien, cuando deberías sentirte en calma… y te arrasa.
Si estás leyendo esto y te has sentido así, quiero que sepas algo. No están solos. No están locos. Están sobreviviendo en un cuerpo que ha estado en modo alerta por mucho tiempo. Y eso agota. Agota el alma, agota la mente, agota hasta el cariño propio.
Mi consejo es este: no te exijas estar bien todo el tiempo. No te obligues a dar explicaciones cuando lo que más necesitas es contención. Aprende a ponerte primero, aunque sea incómodo. Y si hoy solo pudiste levantarte y respirar… eso también cuenta. Eso también vale.
Busca ayuda si puedes. Permítete pedirla, aunque te tiemble la voz. Rodéate de personas que no te cuestionen por sentir, sino que te abracen por intentarlo. No todos entenderán lo que cargas, pero hay quienes sí. Y esos, aunque sean pocos, valen más que mil.
No estás fallando. Estás sanando. Y sanar no es un camino recto ni rápido. Es lento, es doloroso, es confuso. Pero también es posible. Paso a paso. Día a día. A veces retrocediendo, a veces de rodillas… pero avanzando.
Y si hoy sientes que no puedes más, prométete solo esto: respira. Aguanta. Quédate. Mañana tal vez no duela tanto~